Pensar que una sociedad moderna se pueda manejar bajo la consideración de un pensamiento único o uniforme, luce ilusorio. La complejidad y la diversidad aparecen como características fundamentales en los tiempos actuales. Los individuos y sus colectivos tienen posiciones o cosmovisiones diferentes ante idénticas situaciones. Estas nacen de la cultura, la educación, la posición que ocupan en las relaciones de producción u otros factores que imprimen características distintas a cada uno y, aún más, los hace diferentes aún a los integrantes de un determinado grupo. Considerar que todos los intereses, aspiraciones, pretensiones, deseos e incluso utopías, puedan integrarse bajo un pensamiento único o moldearse a la aspiración de un solo sector no es real. Quizás se podría aceptar que todos ellos confluyan bajo un interés abstracto y general como puede ser el de nación o Estado. Esto se torna posible mientras no se entre en detalles o en definiciones. Pero una vez que cada quién expresa o difunde lo que considera apropiado para tal o cual concepto surgen las diferencias, muchas de ellas insubsanables.
Los gobernantes y sus administraciones son los que, en última instancia, terminan batallando con estas diferencias. Para ello, el punto de partida es que hay que aceptarlas tal cuales ellas se expresan. Difícil resulta, en consecuencia, negarlas o pretender eliminarlas. ¿Es la misma cosmovisión referente a la concepción del poder la de las poblaciones rurales frente a las urbanas? ¿Son parecidas las ideas que tienen sobre la organización del estado las distintas organizaciones políticas o sociales? Pueda que exista una hegemonía transitoria de cualquier posición pero, sin duda, habrá que tener en cuenta lo que piensa el otro, porque tarde o temprano cabe la posibilidad que aquel acceda al poder político.
Parecería que, en tiempos democráticos, conjugar los disensos es una de las tareas primordiales de los gobernantes. Para ello comprender y aceptar la complejidad del entramado social y político resulta fundamental. Si la tarea de cualquier gobernante se reduce a pretender amoldar a todos los distintos criterios a un discurso único, se tendrá un escenario más agitado y la confrontación emanará, por que tal despropósito choca con principios básicos como el de la tolerancia al pensamiento ajeno. Ahí la que pierde es la sociedad en su conjunto, pues las diferencias enervadas pueden conducir a abismos insalvables.
Otorgar la categoría de enemigo al que disiente no parece la mejor opción, si de lo que se trata es crear una organización social moderna. Debe existir el espacio adecuado y el respeto hacia el que discrepa. Obviamente este último debería dirigir su crítica aceptando también la existencia de otras posiciones o formas de pensar distintas a las suyas. Con el diálogo, de esos puntos de vista diversos se podrán construir los acuerdos mínimos que brinden un norte a la sociedad.