Un año entero le demoró al régimen convencerse que por el camino que venía transitando, no habría mejora alguna para la delicada situación que atraviesa el país. Es un asunto de conceptos. Por más de una década hemos estado atrapados en una visión que consideró que la manera de avanzar era extrayendo recursos y limitando el campo de acción a los particulares y trasladando esas tareas al Estado que, en casi la totalidad de las veces, ha demostrado ser un pésimo administrador. El discurso era persuasivo y atrapó a más de un ingenuo. No se percibía que ese mecanismo únicamente podría funcionar sin sobresaltos si existía una fuente de recursos que alimentara constantemente esas políticas. En nuestro caso, en una etapa inicial, se hizo uso de todo el ahorro interno disponible, reservas de la seguridad social, fondos existentes, depósitos de terceros en manos del Banco Central. Adicionalmente se recurrió a la venta anticipada de crudo a cambio de anticipos que aportaban liquidez a la caja fiscal, en operaciones onerosas y en condiciones que en otras circunstancias habrían sido inaceptables. Por último, cuando ya los mecanismos anteriores se fueron agotando, se recurrió al endeudamiento puro y simple que, en los últimos años, dio un salto fenomenal reduciendo a la administración pública a un simple ente pagador de roles y de amortización de pasivos. Consumidos los recursos observamos al Estado exhausto, al sector privado agobiado por la pesada carga tributaria y a un país paralizado que mira hacia el abismo al que puede caer.
Esa situación es insostenible. Aunque tarde se observa una leve reacción en el Gobierno y se da la oportunidad de revertir esa perniciosa inercia para reorientar el rumbo. Pero la tarea no es fácil, por el contrario, luce más compleja de lo que parece. La primera acción requiere, sobre todo, devolver la confianza. Aquello no significa quedarse en los discursos y buenos deseos. Hay que empezar desmontando la nefasta herencia normativa y restaurar la legitimidad a la maltrecha institucionalidad, plagada de agentes que respondían a consignas antes que a una concepción técnica y a una verdadera vocación de servicio.
Luego es imperioso que, en los hechos, la administración pública demuestre que está empeñada en un auténtico cambio de estilo sin hostigar a los particulares, exigiendo por supuesto el cumplimiento de sus obligaciones, pero sin llevarlos a situaciones apremiantes que los coloque casi en la indefensión, en asuntos que en más de una ocasión han sido generados por la propia inobservancia del Estado.
La tarea no es sencilla ni arrojará resultados inmediatos. Pero es trascendental iniciar cuanto antes estas modificaciones y perseverar en su implementación para empezar a percibir sus frutos. Solo así se podrá recuperar la institucionalidad y señalar un rumbo en el que los ciudadanos puedan desarrollar sus actividades en un escenario en que se respeten sus derechos sin sufrir maltratos de ninguna índole.
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