En la edición del 29 de junio de 1972 este periódico les contó a sus lectores sobre la llegada del primer barril de petróleo a Quito. Debe haber sido todo un acontecimiento. Al parecer la ocasión ameritó mucha pompa y circunstancia y la ya clásica trilogía: patria, desfile y dignidad.
Así, EL COMERCIO informó sobre la ceremonia de traslado de los barriles al Colegio Militar Eloy Alfaro de la capital y que “durante el trayecto centenares de personas llenaron pequeños frascos con petróleo, mientras otras empapaban pañuelos, corbatas, papeles o se mojaban las manos con el oro negro”. Y, claro, la crónica sigue: delegaciones de estudiantes, soldados y campesinos acompañaron a los miembros de la Fuerza Terrestre (que custodiaban los barriles). La procesión -según parece- se demoró cerca de dos horas en cruzar Quito “en medio del júbilo y aplausos de los espectadores que se ubicaron a lo largo del recorrido”. (La fuente es el libro “Testigo del siglo” que este periódico publicó en 2006, año de su centenario) .
Cuarenta y tantos años después la circunstancia sigue siendo incómodamente familiar: el barril de petróleo como fetiche, a medio camino entre un talismán y un ídolo. La dependencia casi absoluta del petróleo y, soberanías aparte, de su precio en el mercado internacional. La República del Ecuador, a mucha honra fundada en 1830, parece que ha sido, es y será un país petrolero. Cuarenta y tantos años después la escena invita a que nos rasquemos la cabeza y nos preguntemos si esta obstinada insistencia en el modelo petrolero no es una contradicción flagrante con la anunciada revolución en marcha. ¿Qué hay de revolucionario en renovar la hipoteca abierta hidrocarburífera, a contrapelo del discurso, en absoluta negación del “proyecto”? ¿Qué hay de progresista en perpetuar nuestro anclaje al crudo? Más bien la profundización de la economía petrolera abona en favor de quienes argumentan que aquí no hay revolución: lo que existe es, más bien, regresión, el blindaje y la restauración de lo que -se cree- son nuestros valores más fundamentales. No hay que ser muy inteligente para darse cuenta de que, detrás de los decorados teatrales, a pesar de la propaganda y sin perjuicio de los discursos, acá hay un régimen profundamente conservador y tradicional.
Tampoco hay nada muy novedoso que digamos en materia de resguardo y prolongación del poder: todavía aplican los viejos preceptos de divide y conquistarás, no hay mejor argumento que una buena turba y más garrote que zanahoria. Es la reedición (muchas veces calcada y rejuvenecida) de los ya clásicos modelos absorbentes, aunque con un toque contemporáneo y refrendados de vez en cuando en las urnas. Es la reiteración (aunque a veces la amnesia nos ronde) de los añejos modelos de un Gobierno fuerte que impone el orden, con la renovación de la suscripción al ya conocido aroma de petróleo. Vayan sacándole brillo a sus barriles.