Con poquísimas y muy honrosas excepciones, la dirigencia política latinoamericana ha mantenido un vergonzoso y cómplice silencio frente al más reciente atropello cometido por las autoridades venezolanas al arrestar a Antonio Ledezma, alcalde mayor de Caracas.
Supongo que habrá quien se trague la piedra de molino de que aquella prepotente acción de parte del Gobierno venezolano es la legítima respuesta a un complot norteamericano, en el cual el Alcalde Mayor es co-conspirador, para desabastecer las tiendas y los supermercados, generar malestar social de todo tipo, y desestabilizar al régimen político de Venezuela.
El resto de nosotros, que nos inclinamos a pensar que las acusaciones de un siniestro complot son meras maniobras para encontrar “culpables” que no sean los propios autores del desastre venezolano, nos preguntamos ¿qué pasó con todos los líricos cantos a la democracia y a los derechos humanos que tanto hemos oído de bocas de esa mayoría de políticos hoy vergonzantemente silenciosos, en gran parte del continente?
Una de las realidades que explica el silencio de muchos, muchas veces y en muchas circunstancias, es el temor. Puede ser temor a la censura, a las retaliaciones del poder, a las sanciones ilegales e injustas que, no obstante, vienen envueltas en melosos argumentos legales. Pero ¿a qué podrían temerle todos estos dirigentes políticos continentales que, según ellos mismos dan a entender, nada tienen que ver con los sucesos en Venezuela? Ellos no están bajo ese tipo de amenaza. No convence la idea de que su silencio sea motivado por temor alguno.
¿Qué motiva ese silencio entonces? ¿Será que ellos y ellas sí se han tragado la piedra de molino? Es difícil creer que ese sea el caso. ¿Será más bien que el supuesto apego de la mayoría de ellos a la democracia, a la libertad y a los derechos humanos no es más que un disfraz con el cual convencen a los ingenuos entre nosotros, que parecemos ser mayoría, de que tienen nuestros intereses en mente, cuando lo que en realidad les interesa es el ejercicio del poder por ellos, para ellos, y para siempre?
Me inclino a pensar que es lo segundo. Más importante para la mayoría de nuestras autoridades políticas continentales parece ser justificar el ejercicio del poder, por abusivo que este resulte, que cuestionar su ejercicio abusivo, por ellos mismos o por otros, y, mejor aún, actuar para frenar esos abusos.
Autoridades políticas sinceramente comprometidas con la democracia, las libertades y los derechos deberían protestar por lo que viene ocurriendo en Venezuela. Abuso es abuso, lo cometa quien lo cometa. No deja de serlo porque lo comete el amigo o el compañero de ideología.
¿Nos atrevemos a exigirles ese sincero compromiso con los ideales que proclaman? ¿O tampoco es sincero nuestro compromiso con ellos?