Creo que llegó la hora de aceptarlo, así sea lo único que nos duela. Llegamos a viejos. Incluso, sospecho que nos pasamos. Aunque apenas se nos note por la barba canosa. El esqueleto continúa bien parado y calcificado. Y el buen gusto omnipresente en las papilas gustativas, en las terminaciones nerviosas y en las galerías de arte moderno. Si algo olvidamos es apenas lo contingente, la dama que galanteamos ayer para decirnos que yes, o la clave del cajero cuando acudimos a hacerle el quite. Antes los vejestorios se contabilizaban a partir del medio siglo.
Y es el caso de que me voy aproximando a los tres cuartos. Mi pana el monje loco anda por los 88 silbando por la carrera 7.ª la canción que va componiendo.
La muerte, a la que siempre hemos dejado con la mano estirada, debe continuar por allí volteando, con su inveterada paciencia. Ya se llevó de vuelo a muchos compañeros de pluma que siguen con uno, como si continuaran tecleando en otro país donde no hay correo. Se me va acercando la hora de cuadrar caja, pero no para irme, sino para saber de cuánto dispongo para seguir tirando, como se dice. Tal vez fue Cioran el que predijo que el que no moría joven terminaría pagando las consecuencias. Pero no veo la vejez como algo tan deplorable.
El amigo de la vida de quien me precio, el poeta Eduardo Escobar, benjamín de la corriente nadaísta de la que pirateamos nuestra energía, no se cansa –lo que es síntoma de vigor– de quejarse de las taras de la vejez. Cuánto hace apenas que éramos niños. Que teníamos que correr de la escuela pública a casa porque con esa cosa del 9 de abril de que hablaba el radio se había desatado el lobo de la matanza. Y más tarde, curiosos, íbamos a la sede del sindicato a contemplar hileras de muertos de la provincia picados a machete por los violentos. O que éramos jóvenes con el afán de transformar el mundo a madrazos, ya que nos sentíamos incapaces de cargar un fusil, y asistíamos a los bailes de cuotas del barrio, por lo menos en mi caso, con los vestidos exitosos de mi papá.
Hoy heredo las pintas deportivas de mi hijo Salvador para asistir a mis presentaciones poéticas de ‘Nadaístas al Parkinson’ o a las Tertulias de Gloria Luz.
No me privo de nada por prescripción médica, ni del buen vino, la buena mesa y la buena cama, ya que en algún pasado, por imitar a García Márquez, me tuve que privar de ellas por físicas restricciones.
Pese a que la buena salud no es una virtud literaria, sirve para mirar a la muerte a la cara sin que acudan el susto y la tembladera. Si uno está edificando una obra donde ella ni siquiera es protagonista, está poniéndose a salvo de la pelona.
Jaime Jaramillo Escobar se burla de ella con desparpajo: “Si me encuentro con la Muerte / ¡qué susto le voy a dar! / Le diré que en la otra esquina / me acaban de asesinar.”
Para mí, la vejez es salir todos los días por las mismas calles y tomar el mismo tren. Y ver cómo se van deteriorando las calles y el tren.