En su discurso de aceptación del Premio Nobel de Literatura, Mario Vargas Llosa se refirió a “esta pasión, vicio y maravilla que es escribir, crear una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad, que vuelve natural lo extraordinario y extraordinario lo natural, disipa el caos, embellece lo feo, eterniza el instante y torna la muerte un espectáculo pasajero.” Y agregó, “Sin las ficciones seríamos menos conscientes de la importancia de la libertad para que la vida sea vivible y del infierno en que se convierte cuando es conculcada por un tirano, una ideología o una religión.”
Tiene razón Vargas Llosa. Es importante “una vida paralela donde refugiarnos contra la adversidad”, y el valor de las ficciones es enorme para hacernos conscientes de la importancia de la libertad. Y no solo de la libertad, sino también de la dignidad, del respeto, del perdón, de la justicia, de la magnanimidad y del equilibrio.
Bien dice el eximio escritor peruano que “la civilización es ahora menos cruel que cuando los contadores de cuentos comenzaron a humanizar la vida con sus fábulas. Seríamos peores de lo que somos sin los buenos libros que leímos, más conformistas, menos inquietos e insumisos, y el espíritu crítico, motor del progreso, ni siquiera existiría. Igual que escribir, leer es protestar contra las insuficiencias de la vida.”
Estoy de acuerdo.
Sin embargo, no me resulta suficiente protestar contra las insuficiencias de la vida, sea leyendo, o escribiendo. La protesta que es solo oposición paralizante, que no lleva a la activa búsqueda de soluciones –no de parches o de paliativos sino de soluciones reales, efectivas, de fondo- es algo así como el aplauso de una sola mano.
Qué nos aqueja -en frase de Ortega y Gasset “lo que nos pasa”- está claro para muchos, probablemente para la mayoría de nosotros. En muchas de nuestras latitudes se limitan la libertad, la dignidad, el respeto y la justicia, y cunden más bien múltiples desequilibrios. Eso ya está claro. Lo que necesitamos, más allá de entender aquello, es, primero, una visión de qué vamos a hacer al respecto, y, segundo, y sobre todo, la voluntad sostenida para hacerlo.
Lo que primero debemos hacer es cambiar muchos de los esquemas mentales que dominan nuestras sociedades y conducen a relaciones malsanas de dominio-sumisión, dependencia, irrespeto y abuso.
Cuando comencemos a lograr ese cambio, el “refugio contra la adversidad” comenzará a ser real, y no solo ficciones. Cuenta Winston Churchill que la noche en que, luego de años de advertir contra la amenaza nazi, finalmente fue nombrado Primer Ministro y tuvo la oportunidad de hacer algo al respecto, durmió muy bien y sin sueños, porque “los hechos son mejores que los sueños.”