Los consultores políticos y los líderes populistas saben que el odio mueve más que el amor y que es más fácil agitar el voto negativo en contra de la oligarquía, o del imperialismo yanky, o de cualquier fantasma, que a favor de la tolerancia y la sensatez, porque la gente suele estar descontenta con su situación y cabreada con el poder. O consigo misma, que es peor. Ejemplos políticos existen a millares surgir, desde Perón a Correa, pero ante todo nos preocupa Álvaro Uribe.
Más allá de que tenga sus razones (todo el mundo tiene sus razones)Uribe es un clásico paladín del odio que ha enarbolado con mucho éxito la bandera del rechazo al proceso de paz. Movido además por un profundo rencor contra Santos, que no aceptó ser su marioneta, ya en el plebiscito del 2016 Uribe había liderado victoriosamente el No a los acuerdos con las Farc. Y todo indica que mañana, con la misma premisa, su candidato Duque ganará la primera vuelta electoral. Huelga decir que una ruptura de los acuerdos agravaría aún más la guerra irregular que se libra en la frontera norte.
Por el contrario, si miramos al sur descubrimos que en octubre se cumplirán 20 años de la firma de la paz con Perú, nuestro atávico enemigo desde tiempos del incario. Con tanta bronca acumulada, ¿cómo se logró ese milagro? Por varios factores, pero el más destacable fue que por única vez en nuestra historia, a pesar de varios cambios de Gobierno, se mantuvo la misma política de Estado, llevada adelante por dos diplomáticos profesionales, los cancilleres Leoro y Ayala Lasso.
Este último promovió incluso mesas de diálogo por todo el país para explicar y discutir el tema. Al final primó la sensatez, porque si el asunto hubiera sido llevado a referéndum, como algún rato deseó Alarcón, los uribes del caso hubieran exacerbado en la campaña los sentimientos de “guerra y venganza”, como canta el himno nacional, no habríamos firmado la paz y hubieran continuado los choques armados.
Imagine el lector a Rafael el Grande en helicóptero, comandando a las Fuerzas Armadas en la Cordillera del Cóndor, mientras Patiño, el demoledor de la Cancillería, maneja a trompicones la política internacional. Aunque en todo lo demás fue un desastre, solo por haber firmado la paz en 1998 y haber dolarizado la economía en el 2000, Jamil Mahuad merece un agradecimiento. Dolarizó a la desesperada, sin ningún plan, pero nos salvo también de que un futuro Correa enfrentara la crisis económica al estilo venezolano, con la máquina de imprimir billetes.
Hoy, lo triste para Colombia es que la alternativa al derechista Duque es Gustavo Petro, que fue un gran senador, pero demostró su carácter despótico y rencoroso así como su ineficiencia en la alcaldía de Bogotá; ahora apoya la paz, pero plantea una nueva Asamblea Constituyente y encarna esos sentimientos de revancha tan fáciles de vender en un país que cuenta con la oligarquía más cerrada de América Latina. ¿Suena conocido, no?