Pa samos por tiempos radicales, por tiempos de extremos. Vivimos en tiempos de poca tolerancia, de irrespeto por la opinión ajena, de indiferencia ante las posiciones políticas que no sean exageradas, de adhesión, todo parece indicarlo, incondicional, a los discursos de barricada. Al parecer ya no hay cabida para las posiciones moderadas o para la reflexión independiente. Según parece, no hay espacio para el pensamiento alternativo, para las posturas críticas o siquiera para la reflexión analítica que no signifique alinearse con el proyecto político en boga o con la inexistente oposición. Se vive en épocas de cierta asfixia, de sofoco por el discurso político, de exageración en las ideas. En realidad son tiempos fértiles para los extremistas, épocas de vacas gordas para los fundamentalistas de cualquier tendencia, signo o pelaje.
Hoy prima la lógica del blanco y negro. O eres mi amigo o eres mi enemigo. O estás conmigo o estás contra mí. Los que no están conmigo son mis enemigos. Sobre la base de esa extraña lógica no hay divergencia que valga: no hay oxígeno para la disidencia, las migajas de la democracia son para el pensamiento diferente, para la opinión crítica. Solamente los populares son demócratas, el resto ni en sueños. Incluso la República misma, la vida en común por definición, parece haberse privatizado.
Esto se explica porque nos hemos contentado con una democracia plebiscitaria, en la que solamente importa ganar elecciones. El objetivo permanente es, como siempre lo ha sido, electoral: la democracia no se mide ni por su contenido ni por su calidad, solamente por los índices de popularidad. Es un sui géneris y perverso silogismo: como los políticos son populares, por lo tanto representan al pueblo y sus actividades no pueden ser cuestionadas. Lo demás no importa.
Al traste con las libertades públicas. La división del poder, el respeto al pensamiento ajeno, la independencia de las instituciones son conceptos añejos y de antaño. Hoy vivimos una democracia plena, resplandeciente, y en la que los políticos son los únicos voceros de las razones populares.
Lo que más preocupa es el legado de estos tiempos radicales. Preocupa que nos acostumbremos a vivir convulsionados y que no exista un modelo alternativo. ¿Seremos capaces de construir una sociedad de tolerancia a pesar de las diferencias?, ¿O seguiremos empeñados en apuntalar un modelo que se nutre de la confrontación constante? ¿Podremos empujar para vivir en un país de respeto y de razonabilidad, o nos dejaremos magnetizar por los cantos de sirena de los regímenes de fuerza? Solamente la democracia sirve para aliviar las desigualdades sociales. Solamente la democracia sirve para cuidar la dignidad del ciudadano. Las campañas electorales no ponen el pan en la mesa. Los discursos, lamentablemente, no alivian los pesares de la pobreza. La propaganda no es remedio para los males que nos aquejan.