Dicen que van a construir las comunidades del milenio en la selva. Modernísimas. Se habrán tumbando 31 hectáreas de bosque, pero, a cambio, habrá calles y paseos con arbolitos alineados formando un camino. Casitas igualitas, de 80 m², una junto a otra, para las 50 familias de Pañacocha. Bien bonitas, urbanizadas, con jardín interior, escuela del milenio, malecón de adoquines de colores, hotel (lindo, tipo hostería de la Sierra), mercado y hasta cementerio. Solo falta la capilla, pero eso no han puesto en la maqueta inspirada, tal vez, en el pueblo de Springfield, donde viven los Simpson.
Los indígenas, en lugar de ir a la chacra, tendrán que dedicarse a la jardinería. Mejor, si es con capacitación de jardinería japonesa, para no dañar el ordenado paisaje de ese nuevo pueblo de USD 24 millones junto a las orillas del Napo.
A mis compadres de Amarumesa, cerca de Coca, les convencieron para hacerse una casita del Miduvi, con techo de zinc, de dos minúsculos dormitorios, con paredes, puerta y ventanas con rejas. Por la novelería pagaron su cuota. Pero en la casita no se puede estar. Con el calor amazónico se convierte en un horno. Cuando llueve, las gotas sobre el zinc hacen un estruendo terrible. Mis compadres, menos mal, aún tienen su tierra. Hicieron otra casa más adentro, donde se puede estar más fresco y hay espacio para todos los vecinos. Cerquita están sus gallinas, su chacra de yuca y plátano. En la otra guardan los sacos de maíz y sus chécheres.
El petróleo llevó el cemento y el zinc a la selva. En Dikaro, todos los wao quisieron casa nueva. Pero junto a ella, casi todos, tejen su choza de palma donde tumbarse en su hamaca o encender el fogón donde se ahuma la carne. Parece que en eso consiste el desarrollo. El precio del dinero. La compensación justa por los servicios petroleros. Bien por los habitantes de Pañacocha. Ojalá no pierdan, a cambio, su derecho a la tierra. Ojalá la comunidad del milenio no se vuelva pueblo fantasma y que quepan, cómodamente, familias de ocho en dos habitaciones.
Habrá que aprovechar hoy para saciarse del verde. El paisaje que compone las enormes samonas y taranganas rosas, violetas y amarillas. Las luciérnagas y cocuyos brillando en la noche. Los niños correteando, subiendo a los árboles a buscar guabas, jugando en la lluvia y bañándose en las aguas chocolate del Napo. La vida sencilla. Las largas conversas con chicha en las enormes y espaciosas casas sin ventanas ni puertas donde nadie necesita ser invitado para ser bienvenido. O las caminatas por senderos entre la fronda donde uno se siente un minúsculo ser cobijado por la inmensidad de ese paraíso verde, que, poco a poco, se extingue. Pronto, otra será la cara de la selva.