Los ejemplos de unidad y solidaridad nos rebasan durante estas aciagas jornadas que suceden al sismo de 7.8 grados. Si bien cientos se volcaron hacia la zona del desastre para ofrecerse como voluntarios, cada persona buscó aportar desde su propio campo: estudiantes de arquitectura activaron propuestas de viviendas de emergencia; animalistas recogieron ayudas para los canes entre los escombros; chefs organizaron una gran cocina comunitaria; los artistas se han impulsado al canto de Yo nací aquí…
Mientras el poder no encontró otra forma para expresarse que no sea la verticalidad de un aparato oficial, la sociedad civil consiguió despertarse y movilizar a miles desde la iniciativa autónoma y mediante sus propios canales de comunicación… Hasta el minuto de silencio -de rigor en situaciones como esta- fue propuesto y concretado por la misma sociedad sin mediación alguna de las instituciones que -supuestamente- precautelan su bienestar.
Y al poder vestido de estatismo le duele saberse innecesario, cuando sus acciones han sido superadas por ese colectivo al que gobierna y sobre el que dicta políticas. Le duele saber que los ‘más, muchísimos más’ no están engrosando marchas sino haciendo cadenas humanas para facilitar la distribución de ayuda humanitaria.
Ciertamente, el edificio del Ecuador aún mantiene sus fallas estructurales, por donde se filtran el interés personal o las ansias por demostrar un protagonismo vacuo; sin embargo, a la luz de las acciones, se constata que la única argamasa capaz de repararlo está en la voluntad de la sociedad civil. Por eso mismo no se puede pasar por alto que en un partido de fútbol, cuya taquilla se destina a fines benéficos, todavía exista la reventa; o que en lo momentos más duros que pueda atravesar una población, pululen individuos con impulsos de saqueo y acumulación; o que, mientras los ciudadanos se vuelcan a la ayuda desinteresada, quienes administran este territorio respondan con descrédito.