Hay un rasgo característico del populismo de izquierdas de la ‘revolución ciudadana’: por un lado, sus ideólogos y propagandistas aseguran que este régimen es el resultado de un proceso histórico –indetenible e inevitable– que se ha desarrollado de forma espontánea en Ecuador y América Latina durante siglos. Por eso las alusiones permanentes a Bolívar, Martí y Eloy Alfaro; y la machacona insistencia con la que se habla del ‘socialismo del siglo XXI’.
Por otro lado, esos mismos ideólogos y propagadistas enzalzan a su caudillo, presentándolo como un hombre preclaro, un líder lúcido e impoluto que guía al pueblo ecuatoriano hacia un destino virtuoso y feliz, gracias no sólo a su inteligencia sino, sobre todo, a su corazón limpio y desinteresado.
¿No es contradictorio afirmar que existe un Proceso Histórico –así, con mayúsculas– que se desarrolla por obra y gracia de unas fuerzas económicas y sociales que están fuera del control humano y decir, a reglón seguido, que hay un político que lidera aquel proceso? ¿La Historia se desarrolla sola o son los líderes quienes la hacen?
Para resolver esta contradicción el caudillo es presentado como la encarnación misma de aquel Proceso Histórico inevitable e indetenible que se viene gestando desde hace tiempo. Por eso los ideólogos y propagandistas de este régimen se han cuidado de presentar al líder de la ‘revolución ciudadana’ como la representación viva, en carne y hueso, de esa supuesta Historia que se gesta en las entrañas del país y América Latina.
Bajo esta óptica, el político se convierte ya no es un hombre –falible e imperfecto– sino en un héroe empeñado en acelerar el Proceso Histórico que está en marcha y que nos llevará a etapas superiores de desarrollo humano.
El problema que trae esta forma de interpretar el liderazgo es que convierte al político en alguien que no debe observar reglas o sujetarse a límites. ¿Por qué?
Porque todo lo que haga el político-héroe será justo e inobjetable siempre y cuando lo haga para que para que el Proceso Histórico se consolide y llegue a buen fin. Su responsabilidad ya no está con los electores –hombres y mujeres de a pie– sino con la Historia, de la que es su instrumento y su agente.
De esta forma, las leyes, los derechos y las obligaciones se convierten en detalles insignificantes frente a la enormidad de la tarea que ha asumido el político-héroe: transformar la sociedad para guiarla por la senda del buen vivir.
Por último, el político-héroe siempre merecerá vencer –cualquiera que sea el método que escoja para ganar– porque tuvo la valentía de ponerse del lado de la Historia (que, coincidentalmente, es igual al ‘proyecto político’ de la ‘revolución ciudadana’).