La historia, la literatura y el discurso político, las ciencias sociales y las visiones comunes de la gente están, casi sin excepción, ancladas en la teoría de la culpa ajena. Ella es el aire ideológico que respiramos. Es el código para entender algunos procesos, para desentrañar no pocas doctrinas, incluso para interpretar comportamientos que son moneda corriente en nuestro medio. La excusa de las responsabilidades propias y la justificación perpetua son pautas dominantes en la vida cotidiana.
Los textos de historia expresan que no somos culpables de nada, que hemos sido víctimas indefensas de sistemas perversos y de conspiraciones tenebrosas. La literatura, salvo excepciones, expresa complejos nacidos de la teoría de la culpa ajena. Toneladas de folletos escritos por cientistas sociales van en idéntica dirección.
Las cátedras en los colegios y en las universidades dejan el sabor de la frustración, el fermento del rencor, y no se diga, el discurso político que, desde siempre, apunta a incrementar la popularidad que deja esa entonación tercermundista.
La nueva izquierda latinoamericana responde a esa “cultura de la queja”, a esa transferencia de responsabilidad de los fracasos propios hacia los “otros”: los distantes conquistadores, los más cercanos explotadores contemporáneos, las agencias internacionales, el primer mundo, el liberalismo, etc. Las versiones criollas del socialismo son intentos seudo científicos de articular ese modo de ser, son utopías cuyo punto de partida es nuestra angelical inocencia y la diabólica culpa de los otros. Son la expresión “racional” de la necesidad de tener un enemigo: el “cuco” de los niños, encarnación de la maldad. Así, la conciencia se sumerge en la paz y así se enmascaran las mediocridades.
El sistemático uso de la teoría de la culpa ajena revela un infantilismo alarmante. No se puede ser país, ni continente ni sociedad responsable, sin asumir la historia verdadera, sin hacerse cargo de los riesgos y los fracasos. No se puede vivir para siempre bajo el paraguas de las excusas, alentando la conmiseración del mundo, haciendo de víctimas, proclamando explotaciones ajenas, sin mirar la viga que está en el ojo propio, sin afirmarnos en lo que somos y sin entender que de nuestras desventuras respondemos primero nosotros y, a veces, solamente nosotros. Vivimos en un mundo escéptico, informado y brutalmente objetivo, del cual inevitablemente dependemos, de modo que insistir en integrarnos a ese mundo con el discurso del explotado, resulta tardío y lamentable.
La teoría de la culpa ajena fue, y es, patrimonio latinoamericano; la Venezuela bolivariana es el mejor ejemplo. Ahora la han copiado la Grecia de Syriza y sus folclóricos ministros y la potente respuesta de los españoles al discurso de Podemos.