El recurrente fracaso de los modelos de integrar a América Latina debe ser un temas atrayente para los cientistas sociales, politólogos o tal vez antropólogos interesados en desentrañar el misterio de un conjunto de países unidos por una lengua, historia y cultura comunes, pero que a lo largo de más de dos siglos ha sido incapaz de conformar proyectos que le permita ganar en autonomía, desarrollar a sus pueblos y lograr un peso mayor en el concierto mundial.
A veces es tan contradictorio el tema que países con frontera común tienen más problemas que aquellos ubicados en sus antípodas. Tal vez sea por eso mismo, porque cuando más parecemos iguales, más distantes y separados estamos.
La maltrecha OEA tiene una nueva parada de las tantas que ha hecho hasta ahora en Asunción, la próxima semana. La emergente Venezuela la ha querido acabar y otros países mudar de sede ya que encontraban que el regalo del magnate del acero Andrew Carnegie, en pleno Washington, no era la mejor carta de presentación de un proyecto integrador y de consultas hoy claramente en crisis.
Los estadios alternativos tampoco han resultado. El Mercosur no puede reunirse por la inacabada violencia en Venezuela, que debe ser la sede del encuentro y finalmente la ahora “exniña bonita” para argentinos, brasileños y uruguayos resulta tan poco atractiva.
Los demás intentos integradores pecan de lo mismo que habían condenado por mucho tiempo los países de la región: falta de solidaridad, egoísmos, autoritarismo, intervención en asuntos internos y trato injusto.
Ahora que no tenemos a los Estados Unidos mandando órdenes, a muchos se les ha perdido el libreto para desnudar las grandes limitaciones integradoras de la región.