Idealmente, comunicar supone transmitir ideas; sugerir, escuchar. Exige disponibilidad a recibir críticas y a argumentar críticamente, a estar abierto a la opinión de los demás y a demandar que esa opinión ilumine, trascienda los límites de lo subjetivo. Aspira a que lo que se expresa, en lugar de silenciar al interlocutor, le abra a las perspectivas de múltiples decires.
La comunicación no pertenece a un individuo en soledad: se hace, se nutre, se sostiene en común. Se habla verdaderamente cuando lo que se dice transmite sentido, nos relaciona con la realidad. Al reflexionar sobre el lenguaje y sobre el método que rige el pensamiento, observamos cómo la lógica establece los límites de nuestra comunicación, al poner muros ante lo inexpresable. Lo que no puede expresarse lógicamente, nos lo entrega la intuición en la poesía, en la mística. Lo poético transmite lo indecible. Y los valores pueden formularse en el habla, aunque la ética, parte central de la axiología, al estudiar nuestras obligaciones respecto de nosotros mismos y de los demás, no cambia los hechos ni la condición del ser, ni su inclinación al mal o su apreciación del bien… Tampoco nos cambian la palabra, ni la poesía, pero nos expresan.
Evoquemos críticamente las conversaciones de coctel; las de las reuniones de amigos, las de intelectuales y artistas; las de los políticos; releamos comentarios; averigüemos en revistas las brillantes vidas ajenas. ¿Percibimos algo más que un triste silencio? El que acusamos no radica en el reconocimiento de la limitación obvia de toda palabra; es el que germina en la charla insustancial, el que cubre y entontece, nos impide encontrarnos y, entre tanto decir, no dice nada. Acontece a cada instante en la superficialidad de nuestra comunicación habitual, pues muy poco de lo que oímos o leemos rompe el ensordecedor silencio ecuatoriano… Existen sabatinas que…, tampoco: solo vuelven el silencio más escandaloso.
Está en nuestro hablar, pues apenas decimos algo que pueda permanecer; la frivolidad con que afrontamos cada tema es causa de atronador silencio. Apenas ‘leemos’ en lo que escuchamos y desciframos, algo que nos trasciende, nos permite relacionar palabra y ser, nos inquiere e inquieta. Apenas atisbamos en la cotidianidad del habla, las sugerencias de un silencio digno de cultivarse, ni la nostalgia del silencio iluminador.
Pero el silencio obligado es peor. No poder preguntar, ni ilustrarnos, ni ilustrar; no poder criticar libremente es no poder pensar. Es uniformar el pensamiento hasta que se vuelva clamor, el silencio sostenido por el miedo y la amenaza. El silencio obligado es obligada mentira. Y, a la larga, lentamente, el mundo acaba por experimentar que es imposible vivir en la ficción.
C olumnista invitada