María García de la Torre
El Tiempo, Colombia, GDA
El niño lleva días sin comer. Se esconde en un barril abandonado. Nadie sabe cómo se llama, así que le dicen “Chavo”. Es huérfano y siempre se lo ve con unas botas negras raídas, unos tirantes rojos de tela y una camiseta de rayas llena de agujeros.
La vecindad donde malvive es hogar de personajes con muchas migajas de pan en los bolsillos de sus pantalones y poco pan en el estómago. Vive allí un hombre que lleva meses sin pagar el alquiler -don Ramón-, una anciana que intenta perpetuar el glamour de tiempos pasados -doña Clotilde- y, entre otros, una mujer que pasa su vida lavando ropa -doña Florinda-. Todos ellos luchan día a día por llegar a fin de mes.
Allí pasa el Chavo su niñez, y allí lo vimos cientos de miles de niños en los años setenta y ochenta. El huerfanito del baúl. Y nos divertía, en medio de su miseria, con bromas que causaban risa pero también despertaban compasión por sus días de hambre y de desesperanza. El Chavo nos hacía reír, como lo hiciera el Lazarillo de Tormes y Tom Sawyer, con un ingenio movido por la necesidad.
El viernes pasado murió su creador, Roberto Gómez Bolaños. También nos parece como si el Chavo hubiera fallecido y, con él, el gran antihéroe, el Chapulín Colorado. Se van estos personajes que nacieron sin mayores pretensiones pero que recordaremos con cariño porque su torpeza, el hecho de que fueran niños interpretados por adultos, la precariedad de las locaciones, la repetición sistemática de las mismas bromas los acercaba más a nosotros.
A fuerza de verlos una y otra vez en uno de los pocos canales que había en esa época, se volvieron familiares como si fueran nuestros vecinos. Y veíamos sus pequeños desencuentros, oíamos sus historias como si los conociéramos de toda la vida.
Decía Gómez Bolaños en una entrevista en Chile que el Chapulín Colorado era nuestro superhéroe, el de Hispanoamérica, más heroico que Batman y Supermán porque, a pesar de tener miedo, ser débil y torpe, estaba dispuesto a dar la vida por defender a quien clama por su ayuda con su “…y ahora, ¿quién podrá defenderme?”.
El doctor Chapatín, El Chavo del Ocho, El Chómpiras, Chaparrón Bonaparte y El Chapulín Colorado criaron a millones de niños latinos en los setenta y ochenta. Su bondad y humor han trascendido y aún hoy permean las conversaciones y se han transmitido a la generación de los noventa.
A pesar de que no todos los televidentes éramos mexicanos, siempre nos identificamos con las bromas, con las penurias y sueños de la vecindad donde creció el Chavo. Ese pequeño Shakespeare, o Chespirito, construyó, tal vez sin querer queriendo, la identidad de toda el área hispana, nos unió con el humor y la humildad de un superhéroe al que le quedan grandes los pantalones, pero no la valentía. Allí radica su grandeza, en el deseo de mostrarnos que, incluso en esas inmensas barriadas de nuestra esforzada Latinoamérica, puede haber momentos de felicidad.