Por lo general las revoluciones son de rompimiento y de disolución. Rompimiento con el viejo orden, reemplazo del antiguo régimen por uno mejor y más libre (o, al menos, con la ilusión de uno mejor), que trastoque los moldes, que traiga nuevos días, que independice a los ciudadanos de la vieja cincha, que perturbe la calma y mueva las aguas. Disolución de la añeja e impresentable lógica, reemplazo de lo anterior con todo lo nuevo: nuevas palabras, nuevas ideas, nuevas personas. Novedad absoluta. Por lo general también las revoluciones producen fervor evangélico entre sus seguidores, que suelen creer a pie juntillas en verdades absolutas e indiscutibles. Discutir, de hecho, es vivir en el error. Dudar, vivir en el temor.
Por eso Octavio Paz, en su agudísimo ensayo sobre las diferencias entre revueltas, rebeliones y revoluciones apuntaba que “Revolución es palabra intelectual y alude, más que a las gestas de un héroe rebelde, a los sacudimientos de los pueblos y a las leyes de la historia”. Y, con énfasis en la idea del cambio súbito, “Revolución es una palabra que contiene la idea del tiempo cíclico y, en consecuencia, la de regularidad y repetición de los cambios. Pero la acepción moderna no designa la vuelta eterna, el movimiento circular de los mundos y los astros, sino el cambio brusco y definitivo en la dirección de los asuntos públicos”. Al tiempo del cambio brusco que menciona Paz, las situaciones revolucionarias maduran y se producen cuando existe una necesidad de transformación, cuando se hace necesario mirar hacia adelante. Por eso también las revoluciones nacen del deseo colectivo de renacimiento, de la necesidad de algún grado de renovación.
Por el contrario, nuestra propia revolución -según parece- no es de aquellas que intentan derribar al sistema, sino de las que procuran afianzarlo con todas las tuercas y tornillos. Se trata, me temo, más de un caso de restauración que de revolución. Clamamos por recuperar la soberanía perdida en las inexistentes eras neoliberales, aunque lastimosamente la soberanía dependa de dos factores que no controlamos: la circulación del dólar (de los Estados Unidos de América) y de la estabilidad (para arriba) del precio del petróleo. También intentamos restaurar -dar marcha atrás- hacia remotos conceptos que nadie entiende muy bien que digamos: el honor nacional, la dignidad, lo ancestral. También nos contentamos con, revolucionariamente claro, acentuar una de nuestras características más peculiares: el cesarismo. ¿O les parece discutible que nuestra historia política es a un tiempo la historia de nuestros caudillos y sus tribulaciones? Nuestra historia también está llena de la invención de revoluciones, aunque lo complejo sea construir países democráticos (en esto hemos fallado miserablemente). Así, pues, más de restauración que de revolución. Más de viejo que de nuevo. Más de mirar por el retrovisor que de nada.