Que el caudillo pícaro de un país centroamericano dé un golpe de Estado contra la oposición parlamentaria no debería llamarnos la atención; eso lo han estado haciendo allá (y acá) desde el siglo XIX. Que el caudillo mantenga la retórica revolucionaria tampoco es una novedad: los Chávez y Maduros, los Kirchner y los brasileros nos han enseñado que la forma más efectiva de apropiarse de los fondos públicos es agitando los afiches del Che Guevara y las banderas de lucha contra el imperio pues así las organizaciones de izquierda y muchos intelectuales críticos se ponen de su lado y cierran la boca.
Entonces, ¿por qué me tomo el trabajo de comentar la noticia? Porque la revolución sandinista fue la última revolución de verdad que tuvo lugar en América Latina y yo también creí en ella y tuve la fortuna de verla con estos ojos que se han de hacer polvo, como polvo se hicieron los ideales de ese pueblo alzado en armas que terminó en manos de la familia Ortega Murillo, que ha concentrado tanto poder como los anteriores dueños del país: los Somoza.
He contado antes que ingresé a Nicaragua al día siguiente del triunfo de la revolución, en julio del 79; que llegué directo al bunker abandonado del dictador, donde ahora estaba el comandante Cero; que en una concentración en Monimbó vi a Ortega, Ramírez y los altos mandos sandinistas. Pero mi testimonio de esos días es nada al lado de ‘Adiós muchachos’, las excelentes memorias de Sergio Ramírez que superan a sus novelas premiadas.
Ramírez se vinculó a la lucha sandinista desde su juventud, fue uno de los miembros de la primera junta de Gobierno y luego se convirtió en vicepresidente de Daniel Ortega. Gracias a este lúcido protagonista nos enteramos de la época de la clandestinidad, con esos chavales que enfrentaban hasta la muerte a la feroz guardia somocista, y nos sentamos a la mesa de las negociaciones con los enviados de la Administración Carter, cuya actitud favorable cambiará radicalmente con el ascenso de Reagan y su apoyo al boicot y la guerra de los contras.
Entonces vino la inesperada derrota electoral de 1 990 y los más avispados de los exguerrilleros se apropiaron de los bienes del Estado que habían sido incautados a los somocistas. A eso se llamó ‘la piñata sandinista’ y lo que siguió fue peor aún pues Ortega pactó con Álvaro Alemán, líder prontuariado de la oligarquía liberal, y con un religioso tan reaccionario como el cardenal Obando. Así, el diablo sandinista se bañó en agua bendita y retomó el poder con su familia en el 2007, para no aflojarlo más.
Para entonces Ramírez, el poeta Ernesto Cardenal y otros revolucionarios decentes ya eran acusados de agentes de la CIA, mientras se fortalecía la alianza con el gran capital y florecían el nepotismo y la corrupción. Hoy, sin ningún escrúpulo, Ortega pone a su esposa como candidata a la vicepresidencia y heredera del trono de los Somoza. Todo con el aplauso de la ALBA.