Supongo que se podría argumentar con algo de razón que la historia del Ecuador, desde 1830 hasta nuestros días, es la historia de tratar de construir una república, de procurar cimentar un proyecto común. Sin embargo, la proliferación de los líderes y caudillos de fuerza, la ausencia de instituciones estables, la dificultad de aplicación de los más elementales principios de la democracia (como la división del poder, la independencia de los jueces y tribunales o la defensa de los derechos humanos sin distinción de signo político) y la perpetuación de las desigualdades, amenazan con convertirnos, más bien, en una especie de república de espuma, en una ilusión de papel mojado.
De la revisión de la historia nacional (sin apasionamientos ni favoritismos partidarios) salta rápidamente la conclusión de que los regímenes y momentos autoritarios han sido mucho más frecuentes que los gobiernos y períodos respetuosos de las reglas del republicanismo, que las asonadas, cuartelazos, pronunciamientos, intervenciones u omisiones militares se han convertido casi en una norma constitucional silenciosa y que se puede identificar muy pocas instituciones que hayan guardado algún grado de tradición de independencia y estabilidad . Creo, también, que la historia nos ha enseñado que ha habido muy pocos presidentes de la República con vocación verdaderamente democrática, y que han sobrado jefes supremos, dictadores, encargados del poder, caciques temporales y líderes sin más virtud que la de haber podido ganar una elección sobre la base del engaño, de la promesa fácil y de la indolencia de los mecánicos electores. Desde 1830 hasta acá han sido muy raros los períodos en que los gobernantes (de cualquier índole) no hayan estado seducidos por llenar las cuotas del poder con sus amigos y compadres, por usar los dineros públicos con descaro, por reírse de cualquier ley, por hacer crear una constitución a su imagen y semejanza o por abusar del poder para anular al enemigo político. Han sido también muy raros los períodos de regularidad democrática y, se podría decir, la regla han sido las épocas de la extraña y miedosa estabilidad que proveen los regímenes de fuerza.
Mi teoría de este domingo es que, a breves rasgos y con alguna diferencia, vivimos una nueva encarnación de uno de esos ciclos históricos, que este momento es una entrega más del ya clásico y agitado guión de la política criolla, de nuestro tradicional desdén por la democracia liberal, de nuestro declarado amor por los grandes jefes redentores que vengan a ponernos en orden, de nuestra pasión por el aislacionismo (soberanía y dignidad), de nuestro enamoramiento por la presencia del Estado.