El remate de una de las principales avenidas del Quito moderno muestra el momento a un personaje más bien de mediana estatura y bastante entrado en carnes. Él se llamó Winston Spencer Churchill y fue el inglés más famoso del siglo XX.
Político, parlamentario, literato, historiador, periodista, militar fue actor protagónico durante las dos guerras mundiales de aquella centuria. En consecuencia, no deben sorprender ni la avalancha de análisis que recordarán a Churchill cuando se cumplirán cien años del estallido del primer conflicto total, ni tampoco los numerosos proyectos para la reedición de sus libros más significativos. Uno de estos característico de Churchill fue “Mi primera juventud” y a partir de los eventos allí relatados con interés y estupendo humor, arrancó también la exposición de los principios fundamentales que guiaron a una vida cambiante, apasionada, chispeante y aleccionadora.
En el enorme panorama de tales principios, tesis y opiniones “churchillianos” destacan algunos que al parecer no han perdido vigencia alguna, no obstante los años transcurridos y la natural variación de las circunstancias colectivas. Así por ejemplo, en plena batalla parlamentaria, no dejó sombra de duda cuando planeaba la maniobra de fusionar el partido conservador con el liberal y hacer frente al creciente número de los diputados laboristas: “Declaro desde el fondo de mi pecho, que ningún Régimen socialista puede implantarse sin una policía política… Los socialistas tienen que recaer en alguna forma de Gestapo -se refiere a la abominable Policía que sirvió al Régimen de los nazis -… Yo propugno la soberana libertad del individuo dentro de las leyes que parlamentos libremente elegidos aprueben con total libertad. Propugno el derecho del hombre corriente a decir lo que piense del Gobierno que exista, por poderoso que sea y asimismo el derecho a derribar ese Gobierno -recuérdese que se trata del sistema parlamentario y de sus reglas peculiares- si cree que con eso va a mejorar su humor, o su casa, o su país, y siempre que para ello persuada a bastante gente que vote por él”.
Y ya con posteridad a la Segunda Guerra Mundial, pudo Churchill ufanarse: “Nosotros mantuvimos en alto y flameante la antorcha de la libertad cuando todo era tinieblas en torno nuestro, y así ganamos el tiempo necesario para que Hitler, tirano continental y señor de las maldades cometiera un error funesto. Así ganamos el espacio bastante para que Estados Unidos comenzase a poner en orden sus todavía no bien ponderadas reservas de poderío, valor y ciencia…”.
Poco después llegó otra culminación de diversa índole cuando el 1953 se otorgó a Churchill el premio Nobel de Literatura, si bien la decisión originó intensas polémicas. Retornó al Gobierno del que su pueblo le había retirado la confianza y a poco renunció a la vida política mientras completaba su monumental historia de los pueblos de habla inglesa.