La palabra es esencial paradoja: es expresión de libertad y, a la vez, herramienta del poder; es orden y rebelión; es poesía y es insulto; es doctrina y discurso; es cumbre de la literatura y texto nacido de la mediocridad. La palabra es ley y sentencia, es clase magistral, susurro y coloquio. La palabra es historia y es novela. La palabra es mentira, y es riesgosa verdad. La palabra es grito. La palabra es casi todo, poco queda fuera de ella.
La naturaleza -el mundo- recibió el bautismo de la palabra, y nacieron a la cultura, cuando el pueblo, el conquistador o el solitario cavernícola le pusieron nombre a la montaña, designaron a un río o identificaron al valle. Las ciudades, más allá de la gente y de la arquitectura, son abigarrados conjuntos de calles con nombres alusivos a los avatares de la vida cotidiana, a los símbolos que unen, o al recuerdo de personajes, cuya utilidad social o petulancia política permitieron que se los inscriba en la nomenclatura urbana. La política es palabra, con frecuencia, palabra vana. La violencia comienza como palabra acompañada por gestos. La propaganda, al inicio, es fraseología, y solo después se transforma en imagen cargada de mensajes subliminales.
El lenguaje tiene tiempos de plenitud y épocas de decadencia. En nuestros días, la tecnología ha colocado a todos los idiomas en la coyuntura dramática de abreviar, de olvidar las viejas reglas, de llegar velozmente, con sacrificio de la ortografía, la sintaxis y la estética. Hoy, el lenguaje, es término sumario, a veces, simplemente alusivo, directo; peca de simplicidad, pero, en último término, es idioma y mensaje. Es jerga.
Tiempos de decadencia para la palabra son aquellos en que los libros y los textos son vistos con sospecha, como ocupaciones estériles, pasatiempos de vagos o asunto de peligrosos adversarios del poder. Tiempos de decadencia son aquellos en que los símbolos, los gestos, las imágenes, destierran al idioma y sepultan a la vocación por entenderse. El siglo XX llenó su historia de episodios que revelaron la decadencia de la palabra y, con ella, el destierro de la reflexión y la mesura. Mientras el idioma de las palabras modula las ideas; el de las imágenes radicaliza los gestos, congela eslóganes, endiosa tesis y santifica rostros.
El declive de la palabra coincide con las crisis de las libertades, con el empobrecimiento intelectual de las sociedades y con la simplificación de las ideas. Son épocas de la fraseología y del lugar común. Se salvan, entonces, lo que escriben, o lo que dicen, los pocos cultores genuinos de las ideas, los subversivos del pensamiento, los contestatarios, los necios que siguen apostando a la rebeldía, al riesgo y a la verdad.
¿Se salvará la palabra?