Tanto va el cántaro al agua, que al fin se rompe. Tanto se habló de democracia, estado, soberanía y socialismo. Tanto se habló de justicia e igualdad, tanto de distribución y de derechos, que, al fin, los conceptos se vaciaron. No significan nada, no motivan a nadie, no entusiasman.
Todos sabemos que, a la altura de los tiempos, esos conceptos son palabras al viento, que sirven para construir frases y armar el párrafo retórico de cualquier discurso. Cuando nos miramos a los ojos, sabemos que estamos viviendo la complicidad con una farsa; que a nadie le importan, de verdad, ni las ideologías ni las patrias; que nos tiene sin cuidado lo que ocurre fuera de casa, y que lo que llega en el noticiario es parte de un espectáculo que responde a una agenda que tiene –no faltaba más- su dosis de tragedia, su espacio para llorar. Todos sabemos que nada nos compromete, salvo el bolsillo.
Grave fenómeno porque la sociedad y el Estado se basan, en último término, en las creencias y valores de la gente, en su mínima cultura política, en el límite del poder que las personas deberían tener muy claro en su mente. Pero si la “ciudadanía” no sabe lo que es la democracia, si no entiende lo que son los derechos o si no le importa lo que significan para su vida y su dignidad, lo que tenemos es un cascarón vacío, y en ese contexto, las redes sociales son espacio para el lucimiento y la foto, técnicas tranquilizadoras de conciencia que se diluyen en el torbellino de los mensajes. No es raro que una sociedad donde prosperan las comunicaciones y reinan las redes, sea una sociedad desconectada, aislado cada individuo en su caparazón, metido cada cual en la trinchera de su “sabiduría”, anclado en su inapelable opinión y en su soberbia.
Los conceptos, vacíos ahora a causa de su incesante repetición y del uso y abuso de la propaganda, tuvieron, alguna vez, función en la sociedad, y fueron, todos ellos, la argamasa que la soldaba, el hilo argumental que permitía que todos nos entendamos y que hablemos el mismo idioma. Eso evitó la Torre de Babel en que se ha convertido la República.
¿Cómo restaurar el valor de las ideas, cómo reconstruir una ilusión movilizadora, cómo hacer de conglomerados informes, de masas insustanciales de consumidores indolentes, una sociedad de seres libres? ¿Cómo lograr que la participación no sea una palabra rodeada de desconfianza? ¿Cómo hacer de la democracia una vivencia y del voto un honroso gesto de compromiso? ¿Cómo lograr creerles otra vez a los dirigentes? Cómo hacer un discurso que conmueva, que aluda a la conciencia, que no sea versión cansina de la propaganda?
El día en que la política deje de ser mala palabra y término equívoco y sospechoso, habrá revivido la sociedad. Y será posible, entonces, pensar en aquello que se llamó “el bien común”.
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