Cuando los imperios austro-húngaro y alemán se desintegraron en 1918, más de una decena de Estados independientes surgieron en Europa sin consideración de las divisiones étnicas o lingüísticas. Algo muy similar sucedió luego de la caída del muro en 1991. En Rusia, como en la Alemania de entreguerras, estos eventos fueron considerados vergüenza nacional, lo que explica la aparición de Putin y su promesa: restablecer la gloria pasada.
El avance ruso en Ucrania es un enorme desafío para la estabilidad europea, comparable a la invasión nazi de Checoslovaquia, en 1938. Sin embargo, es una apuesta en la que Putin fracasó dos veces en forma espectacular: en 2004 con la ‘revolución naranja’, que instaló un gobierno prooccidental en Minsk, y ahora con la defenestración de Víktor Yanukóvich.
Al igual que Hitler en 1938, Putin percibe que sus adversarios occidentales son débiles, están divididos y evitarán una confrontación mayor, por lo que está más que dispuesto a pagar el precio de las condenas (verbales), sanciones (débiles) y la pérdida de privilegios, como la participación de Rusia en el G8. El aislamiento no es una desventaja sino un fin propio. A Rusia no le interesa formar parte del proyecto europeo o compartir los valores occidentales. A los revolucionarios proeuropeos que tomaron el poder en Kiev Putin los llama “fascistas” y los acusa de un golpe armado con la ayuda de Occidente, que “está conduciendo experimentos de laboratorio como sobre ratas y no entiende las consecuencias de lo que está haciendo”. La propaganda nacionalista de los medios oficiales rusos retrata a la Unión Europea y a EE.UU. como una alianza para debilitar a Rusia y obligarla a aceptar el relativismo moral y el matrimonio homosexual.
La realidad es bien distinta. El Occidente unificado en contra de Rusia solo existe en la imaginación de los propagandistas. Basta revisar la tibia reacción por la ocupación. A pesar de esta debilidad, no está claro que la estrategia antioccidental de Putin vaya a tener éxito. Las grandes fortunas rusas tienen mucho que perder con sanciones económicas y el bloqueo de sus activos en Occidente, y la gente del común, aunque susceptible al entusiasmo patriótico, padece una gran aversión a las guerras luego de Afganistán y Chechenia. Si la economía empeora, la aprobación de Putin se desmoronaría.
En el frente exterior, la apuesta de Putin es incierta. Ucrania tiene una población del tamaño de Francia. Una guerra sería ruinosa y larga. La Unión Europea y la OTAN, hasta ahora dilataron la admisión, seguramente acelerarán el proceso. A diferencia de los nazis en Checoslovaquia, Rusia sabe que no podrá anexar toda Ucrania, el resultado más favorable: una suerte de confederación de regiones semiindependientes, donde el oriente y el sur permanecerían en la órbita de Moscú, y el occidente, bajo la influencia de Berlín y Bruselas. El peor escenario: un Estado fracasado en Europa oriental y una nueva guerra fría entre Occidente y Rusia.