Resulta curioso el hecho de que hasta hace unos años, en pleno siglo XX, muchos libros que hoy se consideran imprescindibles en la literatura contemporánea fueron, en su momento, condenados por celosos guardianes del dogma y la decencia.
Quienes se erigieron en censores de la idea tuvieron facultades (arbitrarias, por cierto) para dictaminar si una obra literaria se ajustaba o no a los principios morales y religiosos acatados por esa comunidad. Si ello no ocurría, el libro en cuestión era prohibido y su autor censurado.
En 1921, un tribunal estadounidense declaró obsceno “Ulises” de Joyce, novela cuya lectura estuvo prohibida hasta 1 933. Parecido destino corrieron las novelas eróticas de Henry Miller, libros que conocieron la luz solo después de que los castradores de la imaginación mutilaron buena parte de su texto. Y hasta cierta versión del cuento “La Caperucita Roja” de Charles Perrault estuvo censurada en algún puritano municipio de California hasta 1 990. La publicación de “Los versos satánicos” acarreó a Salman Rushdie, su autor, la amenaza de pena de muerte y la prohibición de leerlo en los países musulmanes. Y qué decir del rito bárbaro de la quema de libros protagonizado por los nazis en la década del 30.
Si descendemos a siglos atrás, la intolerancia a las ideas en la Europa occidental se extendió no solo a las obras literarias sino a libros científicos y filosóficos. Recordemos los juicios y condenas que por sus libros fueron objeto Gustavo Flaubert por “Madame Bovary” y Charles Baudelaire por “Las flores del mal”, dos de los casos más representativos. Timbre de gloria fue, en cambio, para nuestro Juan Montalvo el hecho de que monseñor Ordóñez prohibiera la lectura de sus “Siete tratados”. Y en esta retahíla de crímenes contra el pensamiento imposible olvidar la quema de los códices mayas por el sacerdote Diego de Landa en la localidad de Maní (Yucatán) el 12 de julio de 1562.
En noviembre de 1859 Charles Darwin publicó “El origen de las especies”, obra que contradice el mito bíblico de la creación de la vida animal y humana, tratado que no tardó en ser incluido en el famoso “Index librorum prohibitorum”, selecto catálogo de libros condenados por la Iglesia Católica y en el que, entre otros, constaban “El Decamerón” de Boccaccio y “El Lazarillo de Tormes” y autores como Rabelais, Copérnico, Galileo, Descartes, Newton, Montesquieu, Voltaire, en fin, lo más preclaro del pensamiento humano.
Nunca ha faltado el inquisidor, el censor de la idea, esa excrecencia del poder omnímodo. Censurar es controlar la información por aquel que ejerce el monopolio del poder; es matar ideas por fanatismo, estulticia o temor. Cualquier forma de poder (político, militar, económico o eclesiástico) si no se autorregula por principios éticos caerá siempre en el abuso y la arbitrariedad. En las sociedades democráticas y en las que prima el respeto y la tolerancia al pensamiento ajeno no existe censura.
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