El Ecuador atraviesa por un momento preelectoral. Y lo hace en medio de una crisis económica profunda, marcada también por la ausencia de propuestas claras y consensuadas que vislumbren una salida.
La política, como trágicamente sucede en las previas electorales, en vez de orientarse a construir colectivamente opciones de futuro, tiende a reducirse al posicionamiento de figuras o posibles candidatos, cada vez más encuadrados en los clichés del márquetin.
Se cierran, entonces, las visiones complejas de la realidad y nuevamente nos avocamos a la búsqueda de salvadores que prometen paraísos o pócimas mágicas.
Eso quizá sería suficiente en situaciones de normalidad o de bonanza.
Podríamos darnos ese lujo si es que el hueco fiscal que afrontamos no sería tan grande, si nuestros niveles de endeudamiento no estarían en el nivel en que se encuentran, si la caída de la economía privada no fuera crónica, si la institucionalidad del país pudiera procesar soluciones, con participación y transparencia; si nuestra economía dolarizada no se hallara al borde del abismo.
Quizá pudiéramos feriarnos el próximo proceso electoral si el Gobierno saliente estuviera dispuesto a iniciar la recuperación, tomando las medidas necesarias. Pero nuestra política no funciona así.
El actual Presidente solo actúa en función de heredar una bomba de tiempo al próximo gobierno; y su única lógica es posponer el ajuste, dejando a su sucesor la cuenta de sus platos rotos.
En síntesis, la situación actual del país exige una política que vaya más allá que generalmente ofrece el márquetin político.
Nos demanda de una política, no solo capaz de producir candidaturas viables, sino espacios de diálogo y acuerdo para salir de la crisis. El Ecuador no solucionará los graves problemas que nos deja el correísmo si solo enfocamos el problema desde la perspectiva de que el único objetivo es que un candidato de oposición gane las próximas elecciones o que se conformen buenas listas de asambleístas, sin mirar que necesitamos acuerdos que trasciendan lo electoral y convoquen a los actores sociales, económicos y culturales del país a un gran acuerdo nacional.
Si la sociedad ecuatoriana de 2016 no fija un acuerdo a mediano plazo sobre cómo salir de la crisis y sobre cómo será el país del futuro, cualquier cambio de gobierno nos podría llevar a una crisis más grave.
Y es que todas las crisis tienen ganadores y perdedores. Si aquello surge como una decisión unilateral de cualquier nuevo gobierno, pronto nos conduciremos a un nuevo ciclo de inestabilidad y conflicto.
Miremos lo que hoy sucede en Argentina con Macri y la oposición kirchnerista y proyectemos el Ecuador en un escenario similar. Por ello, para el 2017 el Ecuador no solo necesita un nuevo presidente o una nueva Asamblea; necesitamos un acuerdo nacional, consensos mínimos, convergencias posibles que vislumbren un proyecto de país de mayor alcance. Si no se lo hace ahora, un simple cambio de gobierno podría cuajar una nueva decepción.