Se espera de los candidatos que confronten públicamente sus propuestas y digan cómo las van a llevar a cabo, y que muestren tolerancia frente a la opinión ajena.
En sociedades maduras, con una dirigencia política atenta a la opinión de quienes piensan distinto, sensible a las críticas y capaz de admitir errores y de modificar el rumbo, los debates presidenciales no asombran. Muy por el contrario, se promueven.
Desde aquel primer debate televisado entre el candidato republicano Richard Nixon y el demócrata John F. Kennedy, en los Estados Unidos, en 1960, mucho se ha avanzado en el mundo en lo que alguna vez alguien definió acertadamente como una de las máximas expresiones de la democracia. Incluso, son numerosos los países que sancionaron leyes para regular esas discusiones entre candidatos, basados en la necesidad de la ciudadanía de conocer qué piensan quienes quieren gobernarla y el grado de convicción con que las desarrollan.
En nuestra región hay muchos ejemplos destacables. Dilma Rousseff, que acaba de conseguir la reelección como presidenta de Brasil, debatió una decena de veces con sus principales contrincantes antes de la primera vuelta electoral y, luego, con quien tuvo que disputar el ballottage, Aécio Neves. En Uruguay, donde el domingo próximo volverán a competir en las urnas Tabaré Vázquez, del Frente Amplio, y Luis Lacalle Pou, del Partido Nacional, los cuatro principales candidatos a la Presidencia ya habían tenido oportunidad de confrontar propuestas económicas en un panel.
En Chile, los debates presidenciales tienen lugar desde 2006 y son transmitidos por la televisión abierta, tanto pública como privada. Paraguay, Perú, Colombia y muchos otros países se someten periódicamente a ese sano ejercicio. En cambio, es muy difícil que pueda darse esa posibilidad en la Venezuela de hoy, con Nicolás Maduro como heredero del más puro autoritarismo chavista. Allí, la dirigencia oficialista está muy lejos de aceptar tan siquiera el disenso.
En nuestro país se ha generado recientemente una interesante expectativa respecto de la posibilidad de que haya debate entre los candidatos a disputar la Presidencia en 2015. Sería un hecho muy bienvenido, aunque, de momento, difícil de lograr. Existe entre nuestra dirigencia una presunción, nunca confirmada categóricamente, de que un debate quita más de lo que puede dar a quienes los sondeos muestran como favoritos. Hay un temor casi patológico a discutir, a marcar diferencias, a buscar consensos. Ese sentimiento puede ser achacado hoy al pésimo ejemplo que dan muchos funcionarios con su intolerancia y desprecio por las ideas de quienes no comulgan con el Gobierno. Pero lo cierto es que, como sociedad, no hemos internalizado nunca la importancia de contar con ese tipo de intercambios. Queda menos de un año para cambiar la historia, para saber si la Argentina ha madurado lo suficiente y es capaz de comprometerse claramente con este acto de defensa de la calidad institucional.titucional