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Suele confundirse la plenitud con la alegría. No son lo mismo, por supuesto, aunque la una contenga normalmente a la otra. La plenitud es el clímax, el punto culminante de algo que nos habita y nos colma, y casi siempre está unida a un momento intenso de felicidad. El escritor español Antonio Muñoz Molina lo define de forma sutil así: “Amaba en cada minuto la plenitud del tiempo con la serena avaricia de quien por primera vez tiene ante sí más horas y monedas de las que nunca se atrevió a apetecer”.
Podemos tener a diario muchos instantes de alegría, pero no necesariamente habremos alcanzado la plenitud en ellos. Sin embargo, si recordamos por ejemplo el día del nacimiento de un hijo, la sensación de felicidad retornará a su cota máxima, y desde la memoria nos inundará otra vez aquella emoción extraordinaria que nos produjo haber confirmado en un solo segundo, cuando nació esa criatura, la razón plena de nuestra existencia.
Pero lo cierto es que cada persona como un ente único e individual es capaz de alcanzar la plenitud en distintos momentos y por diversas circunstancias. Algunos lo logran con el conocimiento, el trabajo, la superación personal o la consolidación familiar; otros lo hacen conduciendo un automóvil de lujo que es objeto de la envidia de los demás, o tocando una sola tecla que permita desplegar en la pantalla de su computador la cuantiosa cifra del saldo de una cuenta oculta en un paraíso fiscal.
Algunos solo la entienden como tal a través de la fe y la oración o cuando realizan un ejercicio verdadero de virtudes como la caridad y la humildad; otros en cambio llegan a ella fingiendo una fe, engañando incautos y llenándose los bolsillos gracias a la credulidad de la gente.
Los adictos la encuentran en el objeto de su obsesión y los malos políticos sintiéndose objeto de adoración. Hay personas (otro tipo de adictos) que la descubren en el poder y la asocian solamente con él. Los más desequilibrados la buscan en la violencia, en el insulto, en la humillación, en la burla cruel y en la vejación. Los sumisos, en cambio, la suelen confundir con la contemplación de su líder en plena exaltación, con el éxtasis de aplausos y los coros ovinos de alabanza y unción. También hay quienes la han conocido y solo la añoran en la sangre o en la destrucción.
Los menesterosos quizá la sentirán al saciar su hambre o su sed, o tal vez al despertar tras una noche en la intemperie cuando, a pesar de lo que parecían revelar sus pesadillas, comprendan que todavía no han muerto de frío. Las prostitutas probablemente la alcanzarán al final de una jornada de trabajo en la que hayan tenido muchos clientes y ningún golpe. Los desempleados creerán en ella el día que alguien les diga que sí. Los corruptos la verán perdida el día que alguien les diga que no.
En todo caso, la plenitud está siempre al alcance del ser humano. Como dijo alguna vez el escritor argentino Jorge Luis Borges: “La plenitud del ser está aquí, ahora, en cada individuo”.