La siglas corresponden, la primera, a “Philosophiae Doctor” (siglas en latín) y, la segunda, por favor, no lo interpretemos mal, a “hijos de la patria”. Según cuentan, en Ecuador, hay pocos PhD y, lo sabemos bien, muchísimos HdP. Por todo lo acaecido, se ha exacerbado, en este último tiempo, hasta volverse casi una ansiedad, el asunto de la “diplomitis”; muchas de las calificadas como mejores y también de las otras universidades del país mantienen parte de su cuerpo docente esforzándose por conseguir tal título, que les permitiría operar como un alma máter de clase “A”.
En ese afán ¿cuántos habrán pasado por las aulas universitarias y por las escuelas de negocios? Una inquietud de fondo: ¿se nota, se hace tangible, la mejora generada -no solo pecuniaria- después de esa “elevada” instrucción, sobre todo, para el progreso de la sociedad y, en especial, en los ambientes organizacionales donde esas personas se desempeñan? Eso de la obtención de diplomas, certificados y títulos, no es nuevo en nuestro país, se remonta, al menos, a las dos últimas décadas; tanto así que, la gran mayoría de tarjetas de presentación -en Ecuador-, ostentan, a más de títulos profesionales, algunas iniciales que hacen gala del nivel académico.
Lo que no aparece en esas tarjetas -o no se lo escribe- son palabras como: honestidad, lealtad, reciedumbre, constancia, fortaleza, humildad, sinceridad, disciplina y otras que expresan algún valor trascendente. Se explica esto porque tales valores no se adquieren en ninguna universidad o escuela de negocios del mundo, no hay títulos ni pergaminos para esos aprendizajes; se forjan desde la cuna, en la familia, en el único crisol donde se funden las más atesoradas virtudes; sí, en esa familia que, ahora, algunas mentes lóbregas intentan denostar. No será nunca garantía ni promesa de buen catedrático, maestro o profesor el atiborrarse de títulos y diplomas. Llevamos en la memoria, cual emblemas, a aquellos profesores que, bajo el pretexto de la cátedra de su especialidad, se esforzaron por formarnos, sobre todo, en valores; sí, en esos incólumes puntales que nos impulsaron a luchar por ser elementos positivos para la sociedad, sirviéndola y no sirviéndonos de ella.
Los verdaderos educadores nos guiaban con su ejemplo: puntuales, ordenados, exigentes, estrictos pero respetuosos; sus lecciones cuidadosamente preparadas, los pizarrones escritos con letras y números perfectos, su buen manejo del idioma y correcta dicción, su exquisita cultura general, su sencillez, el amor a su vocación, su afán de servicio, de ayuda, lejanos a la disparatada usanza de que el mejor profesor era el que más atormentaba a sus alumnos; ninguno de ellos tenía un título de PhD, pero sí, a más de su preparación académica, traían la experiencia de vida y de profesión, sobre todo, su escala de valores bien definida; esos, no otros, son los ejemplos connotados de buenos hijos de la patria.