Se va extendiendo la idea de que el Estado no puede ni debe perder los juicios, que reclamar y demandar al Estado y a sus instituciones es malo, antipatriótico, lesivo al interés nacional, etc. Se va extendiendo la idea de que las acciones del poder están protegidas por un blindaje impenetrable, tanto moral como legal. Los argumentos en torno a semejantes teorías abundan, y se vinculan con el prejuicio de que defender el interés particular y objetar los actos administrativos o las sentencias, es una especie de pecado social y político. La confusión que reina en esta materia es universal. Intentaré algunas reflexiones al respecto.
1.- La relatividad del Estado.
– El Estado no es creación divina, ni es fruto de la máxima moralidad. El Estado es poder creado y ejercido por personas. Es una invención que solo se justifica si es útil para cada uno de los individuos que forman la sociedad civil. Si no es útil, pierde legitimidad. Por otra parte, la soberanía, en realidad, es un concepto heredado de las tesis que sostuvieron en su tiempo a la monarquía absoluta. La soberanía del pueblo nace del derecho a mandar atribuido al Príncipe de Maquiavelo, solo que ahora se reparte entre los integrantes del pueblo y se transfiere a sus representantes, legisladores y asambleas. Cambió de titular, nada más, y este es uno de los aspectos más polémicos de tal concepto.
El Estado actúa (i) como ente soberano cuando dicta leyes, celebra tratados, gobierna y administra justicia. (ii) Actúa, además, como gestor de negocios y como administrador, comprador, vendedor, inversionista, etc. En ambas dimensiones, los actos del Estado pueden ser objetados y demandados. Todo esto deriva de la relatividad, que es opuesta a la idea de lo absoluto del poder, de lo incuestionable. La relatividad es idea sustancial que anima al Estado de Derecho, y tiene que ver con la tesis de que el único soberano es cada individuo, cada persona a quien debe servir el poder.
2.- Las acciones de inconstitucionalidad e ilegalidad y las garantías jurisdiccionales .- La máxima manifestación de la supremacía del Estado es la tarea de expedir leyes, crear un ordenamiento jurídico y ejercer actos de coacción vinculados con las leyes, esto es, la potestad de obligar. Todas las constituciones y sistemas legales del mundo civilizado admiten que se puede objetar la constitucionalidad de las leyes y de los actos estatales; que, en ejercicio de los derechos, y empleando los canales institucionales, hay como oponerse a las determinaciones de autoridades y jueces, porque, además, el poder es limitado, es humano y, por tanto, no es infalible.
La Constitución establece varias acciones para objetar las leyes y los actos de Estado y proteger los derechos. La acción de protección, el habeas data; la acción de incumplimiento de leyes, sentencias y tratados internacionales; la acción extraordinaria de protección contra sentencias ejecutoriadas; la acción pública de inconstitucionalidad de normas jurídicas, etc.
Por otra parte, la Constitución, en el art. 193, establece el principio general de impugnabilidad de los actos administrativos de todas las entidades públicas. Esas acciones se cumplen ante la misma administración, primero, y ante los jueces de lo Contencioso Administrativo, después. Hay toda una estructura legal que articula ese principio, aunque, en la práctica, el pesado aparataje es escandalosamente ineficaz. En t odo caso, el ordenamiento jurídico creado por el mismo poder político establece la posibilidad legítima, moral y legal, de que el Estado sea demandado. Es la única forma de proteger los derechos de las personas, de precautelar su libertad y su patrimonio. Y esto corresponde a la esencia liberal de la democracia no totalitaria.
3.- La independencia judicial.
– La prueba de fuego está en la independencia de los jueces que conocen de las demandas contra el poder. Este es uno de los fundamentos de la teoría de la división de las funciones del Estado y del sistema de controles y equilibrios que caracterizan a las repúblicas de verdad. Los tribunales son el freno del poder, el límite verdadero de la autoridad. No hay libertad sin jueces independientes, no hay dignidad sin tribunales que, cuando sea justo, se enfrenten al Estado, que apliquen la Ley por sobre sus visiones, que resistan las presiones, que obren conforme a Derecho. Este asunto entraña el más grave desafío para los derechos individuales y el más complejo reto para una comunidad: ser juzgado por quienes son, finalmente, parte del poder, y lograr de ellos una sentencia eventualmente contraria a los intereses o consignas de ese poder. Solo la efectiva independencia y el peso moral de los jueces permiten que eso ocurra.
Penosamente, hay síntomas de que la independencia judicial es una realidad esquiva y escasa. Hay quienes le huyen a los juicios contra el Estado y en la huida inventan los más increíbles argumentos para declararse incompetentes, empantanar los casos, no despachar nunca y generar el abandono. Lo peor es un juez asustado, cuya íntima convicción de la verdad procesal se ve empañada por el miedo, la defensa del cargo o la angustia a las respuestas del poder. Son cada vez más raros quienes se yerguen en el desierto de la dignidad, en la soledad de las convicciones. Es cada vez más rara la majestad.
4.- Así, pues, el Estado puede -y a veces, debe- perder.- Efectivamente, el Estado, ya sea que actúe como soberano emitiendo leyes o enjuiciando a gente, o comprando cosas, puede perder los juicios, si afectó derechos, lesionó patrimonios, omitió cumplir deberes, rompió contratos, encarceló erróneamente y sin causa, o si negó justicia. El poder puede quedar en el banquillo de los acusados. Debe defenderse bien, claro está, pero debe someterse al dictamen de los jueces, si así lo manda el resultado de un proceso transparente y justo.
Por tanto, si el Estado y sus agentes pueden ser objeto de enjuiciamiento, si el poder debe someterse a los fallos y cumplir los contratos, la teoría aquella de que demandar al Estado es casi un acto de leso patriotismo, es, sin duda, producto de las graves distorsiones que viven las sociedades despistadas y temerosas. Es el resultado del endiosamiento de la autoridad, de la falta de valoración de los derechos de la persona. Es el producto de la equivocada identificación de la patria con el Estado, de la nación con el Gobierno, de la autoridad con la bondad. Ese dogma es el veneno de la democracia. Ese dogma hace posible la abdicación de los derechos declarados en una Constitución que se proclama “garantista”, y que, paradójicamente, propicia la construcción del “ogro filantrópico”.