@cmontufarm
Uno pensaría que en siete años aprendió a gobernar. Y gobernar, me imagino, debe ser muchas cosas; una enorme complejidad, un enfrentarse todos los días a temas muy delicados, a decisiones difíciles, a gigantescos desafíos –seguro más enormes que uno mismo-. Uno creería que en siete años, ya es tiempo suficiente para conocer el país, para comprender que en él hay de todo y que somos de una tremenda diversidad. Y que en este tiempo, quien tiene en sus manos las riendas del Estado ha tenido el espacio para dejar de mirarse todos los días en el espejo y esperar que este le diga y repita que es el más hermoso y tiene siempre la razón. Uno pensaría; uno podría imaginar que, entonces, tener tanta responsabilidad a cuestas le debe a cualquier persona abrir la mente y el espíritu, y prepararlo para enfrentar, en igualdad y con decencia, a todos con quienes discrepa, a todos con quienes tiene puntos de vista diversos, contrapuntos.
Pero no. En el Ecuador pareciera no ser así. Con la revolución ciudadana, el cambio de época resulta diferente, implica otras cosas, significa poner el mundo al revés. Cuando en los setenta, poner a los militares a guardar el orden público era la receta más reaccionaria y represiva de los gobiernos militares del Cono Sur para eliminar a miles de militantes de izquierda y disidentes, jamás nadie hubiera imaginado que solo unas décadas después un régimen que se proclama de izquierda pensaría en la misma fórmula y tildaría de restauración conservadora a quienes mantienen que Policía y militares deben mantenerse como dos cuerpos diferentes y que involucrar a los segundos en temas internos es apuñalar la democracia. Nuestro Presidente debería hablar con las Madres de la Plaza de Mayo, con los familiares de los miles de desaparecidos chilenos, argentinos, uruguayos de los sesenta y setenta, para que entienda lo reaccionaria que es su propuesta. Igual, cuando uno escucha a los corifeos del señor Mera repetir que los ciudadanos abusan en la exigencia de sus derechos y que, por tanto, se debe cambiar la Constitución para que, limitando la acción de protección, el Estado “se proteja” de los ciudadanos, a uno le da vergüenza ajena.
Me vienen, así, unas ganas de llorar que ahora eso se llame izquierda y progresismo y, peor aún, que plantarse a defender las garantías de los derechos se califique de restauración conservadora.
En suma, para la revolución ciudadana, ser conservador en el Ecuador de hoy es oponerse a las tesis de la doctrina de seguridad nacional con las que se masacró a miles de militantes izquierdistas y otros disidentes hace apenas unas décadas en América Latina; es defender las garantías de los derechos; es sostener que la alternancia es un elemento constitutivo de la democracia. Ser conservador en el Ecuador de hoy es estar en el lado totalmente opuesto al que defendería un Pinochet o un Videla si estuvieran presentes. En cambio, ser progresista significa reencauchar sin pudor sus premisas de gobierno.