Al revisar lo que actualmente sucede en España con el Partido Popular contra las cuerdas, por los pagos descubiertos a favor de importantes figuras de esa organización sin que hayan sido declarados oportunamente por sus beneficiarios, no cabe sino reflexionar sobre los límites de la ética y la política. Cuando más poder se acumula crece la sensación de que el mismo es inacabable y las personas se niegan a considerar que sus turbios manejos puedan ser sacados a la luz, revisados y sancionados por la justicia por contravenir la ley.
La práctica no es exclusiva de este grupo político, desde todas las tendencias y en diferentes puntos del orbe saltan a la luz hechos que tienen por protagonistas a políticos que se creen inalcanzables, que pueden sortear la ley en provecho propio, burlándose de ella y por ende de sus conciudadanos. Ahora copa los titulares el caso español. Pero en América Latina lastimosamente también son comunes esta clase de situaciones. Los ecos de la corrupción vienen desde la Patagonia, alcanzan al partido político en el poder en Brasil, casa adentro hay enormes cuestionamientos en varios países centroamericanos. Y se pueden enumerar muchos más casos que llenan las páginas de los diarios, por lo general, con antecedentes bien sustentados.
El sistema se corrompe y se pudre porque entre los detentadores del poder se empiezan a deber y pagar favores, lo que deteriora las instituciones y debilita al estado de Derecho. La vigilancia entre las funciones del Estado se extingue, la sensación de impunidad campea y corroe los cimientos que deben sostener a una nación, se debilita la confianza en la justicia que se torna en cómplice silente de los excesos de los políticos.
Es la manera más fácil de descomponer moralmente a un país. ¿Cómo se puede solicitar comprensión y sacrificios a las poblaciones si sus dirigentes aparecen cuestionados en sus acciones? ¿Pueden los ciudadanos confiar en los políticos que de una u otra forma se dan modos para burlar las normas a su entero capricho? Por estas razones la división de poderes diseñada por los clásicos del liberalismo aún no encuentra reemplazo que funcione. Cualquier alegoría en favor de su desmantelamiento es peligrosa, tanto para los gobernantes encumbrados al mando de los países como para los que pretenden sucederlos.
Si los ciudadanos a través de las instituciones no pueden pedir cuentas al poder, la democracia peligra. Si los actos reñidos con la ley no son sancionados, los precedentes destrozan la credibilidad en el sistema. Si las instituciones democráticas no pueden sustentar su gestión, cada una cumpliendo su labor con independencia y pulcritud, se puede hablar de cualquier cosa menos de la existencia de un verdadero estado de Derecho. Si en el actuar político se destierra a la ética, el cinismo irá ganando espacio.