Sigo con el Mundial. Y no porque en el país no ocurran cosas verdaderamente importantes, como enmiendas, leyes de aguas o códigos monetarios, sino porque fenómenos planetarios como el fútbol desnudan realidades que pocas veces aparecen.
En los últimos días me ha impresionado el debate en la prensa brasileña e internacional sobre el estado anímico, la situación emocional, la virtual crisis de nervios, en que se encuentran los seleccionados del “scratch” a quienes las imágenes de televisión han captado llorando antes de salir a la cancha, llorando al entonar su himno nacional, llorando antes de cobrar los penales, siendo que, incluso, el capitán del equipo se negó a cobrar uno (contra Chile) y se despapayó en llanto. Insólito. Héroes, semidioses, ídolos derrumbados emocionalmente; sumergidos en un drama que va más allá de lo que su psicología puede soportar.
Sí, porque ellos son jugadores del fútbol, exponentes superlativos de un deporte en extremo exigente, personas superdotadas para practicar al máximo nivel técnico un juego que coquetea con el arte, pero no son guerreros, no son soldados, no son la encarnación del alma nacional, no son los salvadores de un pueblo ahogado en problemas y contradicciones, no son quienes con su juego deben ocultar los negociados alrededor del mundial y las debilidades políticas del Gobierno de su país. Ese no es su rol; ellos no tienen por qué cargar ese peso; su tema es el fútbol, no ser los héroes de un drama que no les corresponde.El problema es que ese drama es un gran negocio económico y político de la FIFA, el Gobierno anfitrión y varias corporaciones privadas.
Los mismos que han convertido al futbol en el Mundial en “la continuación de la guerra por otros medios”, según el escritor español Santiago Navajas. Y por qué: porque así se despierta el nacionalismo, el patrioterismo, las emociones más extremas de orgullo nacional. Y eso vende, eso convoca, eso moviliza gigantescas pasiones, pero eso también distorsiona el rol de los jugadores, ciega a los comentaristas y convierte a los aficionados en muchedumbres descontroladas a las que han vendido que su identidad nacional, la autoestima y orgullo de país dependen de cómo juegue su Selección.
El presidente Mujica convirtió al tema Suárez en un asunto de Estado, en una ofensa al alma y dignidad de los uruguayos. Suárez, cuando del Barcelona catalán le pintó unos cuantos millones para su transferencia, sin problemas pidió disculpas al italiano que mordió y como todo un profesional dio vuelta la página. El jugador, quizá sin quererlo, puso en su sitio y dejó desairado al político desubicado. El nacionalismo exacerbado llevó al mundo en el siglo XX a descomunales catástrofes. El fascismo y los autoritarismos más execrables se anclaron en esas pasiones.
La FIFA y sus socios han avanzado demasiado en fusionar el fútbol con el nacionalismo y el patrioterismo y no sé en dónde todo esto va a parar. Por ahora, yo solo espero que los jugadores brasileños dejen de llorar, vuelvan a ser futbolistas, pero que no ganen el Mundial.
César Montúfar
@cmontufarm