El martes pasado, la Academia Ecuatoriana de Medicina organizó un acto de homenaje a quienes, de entre sus miembros, habían cumplido 80 años o más de una existencia que se la consideraba ejemplar en el campo de la vida profesional.
Plutarco Naranjo y Augusto Bonilla, nonagenarios, figuras cimeras de la medicina nacional, fallecieron hace poco y durante aquel acto su memoria estuvo presente. Se había elaborado un folleto de buen formato con las biografías de los 16 académicos longevos que quedaban. Un friso, digamos, en el que constan sus méritos en el ejercicio profesional, la docencia universitaria, la investigación científica, la medicina social, la gestión pública. Todos ellos forman parte de esa generación a la que le correspondió hacer realidad un centenario y noble empeño: llegar a la modernidad, tanto en conocimientos como en la utilización de tecnologías aplicadas ya en los países desarrollados. Con ellos se inician las investigaciones sistemáticas sobre temas relevantes de nuestra biomedicina y de nuestra biopatología. Entre ellos, los científicos ecuatorianos que se presentan en foros internacionales y sus trabajos son publicados en revistas de prestigio. Con ellos algunas especialidades clínicas y quirúrgicas pasan de ‘según mi experiencia’ a los rigores de las evidencias consideradas como científicas en cualquier parte del mundo civilizado. Por añadidura, entre los académicos de aquella generación, médicos humanistas, cultos, buenos lectores, historiadores, ensayistas, articulistas de opinión y, por ahí, hasta un poeta laureado. Una Academia de Medicina va mucho más allá de las sociedades científicas en las que tan solo cuenta el ejercicio propiamente dicho de una especialidad.
El martes 30 de octubre de 2012, en la Academia Ecuatoriana de Medicina se dio el paso de la antorcha, de manos de mi generación, la que se halla representada por Reinaldo Páez y Jaime Breilh, sus actuales directivos.
Ceder el paso cuando se tiene 80 años o más es un acto reconfortante que se suma al privilegio de haber contado con el tiempo que requerían algunos de los afanes que se mantenían pendientes. De ahí que para los ‘viejitos’ de mente lúcida un año que pasa es un año más de vida.
Decía Jorge Luis Borges, en edad muy avanzada: “Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío”. Esas perdiciones como que se quedan sin espinas con el paso de los años. En el espacio de los recuerdos ya no hay dolor ni amargura, a lo sumo nostalgia. Es de Arturo Borja: “¿Qué será de aquella morenita/ trigo tostado al sol que una mañana/ me sorprendió mirando su ventana?”. En los ojos de los académicos de mi generación he visto una gran serenidad. La de aquellos que cumplieron y se hallan en paz consigo mismo.