Por coincidencia terminé de leer la vida de Leonora Carrington la víspera de su muerte. Me refiero a la novela escrita por otra antigua aristócrata europea, también radicada en México, Elena Poniatowska. Último mito viviente del surrealismo, bella en su juventud, Leonora escapó de su poderosa familia inglesa para vivir en París la locura creativa, desenfadada y transgresora de los años 30, encabezada por los Breton, los Picasso, Dalí y compañía. Cuando estalló la guerra y apresaron a su amante, el pintor Max Ernst, Leonora perdió la razón y terminó recluida en un despiadado sanatorio español. Gracias a un fugaz marido mexicano, finalmente se instaló en Ciudad de México donde siguió pintando, escribiendo y casándose.
Aunque premiada y todo, hay ratos en que a la novela le falta fuelle, es demasiado previsible, no nos descoloca ni disturba porque de principio a fin nos ponemos de lado de la protagonista en su ruptura poética y su impetuosa búsqueda de libertad y autorrealización. Ni Poniatowska ni el lector dudan de quiénes son los buenos de la película, esos artistas rebeldes ya consagrados por la tradición de la ruptura de la que hablaba Octavio Paz.
Exactamente lo opuesto sucede con el insistente best-seller que cayó en mis manos a continuación: ‘Amando a Pablo/odiando a Escobar’, testimonio de Virginia Vallejo que causara revuelo en su momento por las denuncias de la complicidad de los políticos colombianos de todos los colores con los narcotraficantes. Aunque esto no es novedad, ayuda a crear el clima de ambigüedad moral donde los protagonistas, Virginia y Pablo, aparecen enaltecidos por su pasión; en lugar de provocar rechazo, el derroche, la ilegalidad y el desenfreno apuntan a generar la admiración o envidia del lector/ra.
Y lo logran: en su megalomanía, Virginia puede ser vista como una mujer liberada, audaz, que hace lo que le da la gana y disfruta de su belleza y del sexo. Del sexo con hipermillonarios, claro, con tiburones de las finanzas o gangsters, da igual. Así lo declara enfáticamente y describe los lujos delirantes y el papel que corresponde a reinas y modelos. Presas de cazador, tetas del paraíso, muñecas de la mafia atraídas como moscas a la miel, igual que esos muchachos-objeto, sicarios adolescentes, auténtica carne de cañón.
Los riesgos son altos pero todos apuestan a pasarla bien mientras dure. En una encuesta a las colegialas de Michoacán, más del 60% respondió que soñaba en meterse con un narcotraficante. Las telenovelas, el consumo, el cine, los narcocorridos, siguen vendiendo la vida loca. Ya no es la atracción de lo prohibido sino el vértigo de lo posible y aceptable: si Virginia, que es de la high bogotana y presentadora de TV, lo hace y se vanagloria, ¿por qué no yo, que no tengo nada?