Nada más importante en democracia que la participación ciudadana. Nada más extraño a la idea original que el parto de Montecristi.
El modelo de concentración de poder, hijo ilegítimo del autoproclamado Socialismo del Siglo XXI, logró desde un discurso pseudorevolucionario entusiasmar a la mayoría y aprobar un esquema vertical, con un Ejecutivo hiperpoderoso, como poderoso es el hiperpresidencialismo; con un legislativo sumiso y nada cuestionador, que olvidó su rol de fiscalizar y legisló a la sombra del proyecto caudillista. Con una justicia asustada que resignó su rol independiente cuando el iluminado proclamó que había que meterle las manos a la justicia, ¡y vaya que las metió! ; y con un Consejo Electoral que anuló la representación pluripartidista por un mono tono verdeflex inaceptable que fue criticado en las elecciones presidenciales y que jamás controló ni reguló la apabullante propaganda oficial ni el abuso de recursos públicos en campaña.
Pero de todos estos elementos, que solo por sus formas y por sus limitaciones denuncian la ausencia de una democracia plural y abierta, la guinda del pastel fue el Concejo de Participación Ciudadana y Control Social.
Se suponía que el mandato de Montecristi hablaba de una representación diversa de la gente, de las organizaciones sociales y la sociedad civil organizada, pero el modelo alumbró de las entrañas del monstruo concentrador un Consejo cuyas acciones, visto está, han sido de nefastas consecuencias para la democracia. Los representantes ciudadanos no fueron tales y muchos habían ocupado funciones públicas, burocráticas y eran amigos del Régimen. Luego construyeron la arquitectura de un sistema de concurso de méritos que designó a varias de las autoridades que, hoy, visto está causaron la debacle institucional, taparon la corrupción y suprimieron el control social y la transparencia indispensable.
El fracaso es notorio, pero para salir de ese sistema el Presidente propuso -y el pueblo lo apoyó por mayoría- un esquema que cesa a los consejeros, busca la formación de un ente transitorio y luego se llegará a la elección popular de los magistrados. La cesación quedó subsanada con el voto popular. El Consejo transitorio apela a la buena voluntad del Presidente y ya suenan nombres para su integración y el voto popular puede ser un remedio peor que la enfermedad, con elecciones populares – en la Bolivia de Evo se eligen magistrados de la Corte de Justicia – entonces, con algo de suerte, labia y mucha plata un Al Capone podría postularse y ganar. La tuerca no resiste vueltas, si se quiere remediar el mal del parto de Montecristi hay que volver al ente legislativo que representa en mayor o menor medida la expresión auténtica de la democracia representativa y partidista, como en casi todos los países normales.
Lo lógico sería reformar la Constitución y extirpar de raíz ese Consejo de Participación Ciudadana que contiene en su ADN el cáncer que se busca curar.