Muchos insisten en que la visita del papa a Colombia no es política sino pastoral, pero tal distinción carece de sentido pues todo acto de un papa es un acto político, igual si decide la existencia o no del purgatorio, como Benedicto XVI; que si prohíbe el uso del preservativo en una África arrasada por el sida, como Juan Pablo II; o si recibe siete veces a una presidenta tan deleznable como Cristina Kirchner, que utilizaba el rostro de Francisco para lavar su imagen.
En el contexto de la Guerra Fría, el mediático Juan Pablo II fue un paladín de la lucha contra el comunismo en estrecha alianza con Reagan, la Thatcher y el Opus Dei. Hoy, la derecha recalcitrante, pero también muchos intelectuales progresistas como Martín Caparrós, ven a Francisco como a un simpatizante del peronismo y otros populismos que destrozaron a sus respectivos países. En verdad, todos son líderes que hacen, en cada época, el trabajo que les corresponde como jefes del Estado Vaticano y de la institución más persistente, hábil y conservadora de la Historia: la iglesia católica. De hecho, sus colegas cardenales vieron en Francisco a un jesuita tradicional por sus posiciones respecto de temas como el homosexualismo, aunque luego resultó progresista en cuestiones como la ecología, el castigo de los curas pederastas y la lucha contra la corrupción del Vaticano.
Por coincidencia, ahora que visita Colombia para respaldar la reconciliación y reanimar a su iglesia, termino de leer un libro muy premiado pero sin versión es español: me refiero a ‘The Swerve: How the world became modern’ de Stephen Greenblatt, quien narra con amplia erudición y un estilo cautivante la búsqueda de Poggio Bracciolini, secretario de varios papas del siglo XV, humanista y amante de los clásicos latinos que redescubre en un monasterio alemán el genial poema de Lucrecio: ‘De la naturaleza de las cosas’, cuyo epicureísmo influirá en las mentes más brillantes del Renacimiento. De allí el subtítulo: ‘Cómo el mundo se volvió moderno’.
Puntos clave del texto del romano , inspirado a su vez en los griegos, es que la realidad, formada por partículas diminutas o átomos, cambia incesantemente, y no hay un creador ni un sentido para la vida humana. Tampoco existe otra vida que esta, de modo que debemos buscar aquí la felicidad. El miedo a la muerte, como anotará Montaigne en su copia de Lucrecio, es la causa de todos los vicios. Tampoco hay ángeles ni demonios ni avernos: esas creencias son producto del temor, la culpa y los sueños de los mortales.
Hoy, la Iglesia sigue combatiendo esas ideas que atentan contra su razón de ser, pero al mismo tiempo proyecta la imagen de una sociedad patriarcal que necesita de un pastor, o mejor aún de un mesías que la conduzca a la salvación. Y esa es música celestial para el oído de los caudillos.