Como leí en alguna parte, hay días que la vida lo besa a uno en la boca. O al menos eso sentí este lunes, cuando –mientras la tarde moría– mis dedos y mis ojos se paseaban por las más de 300 páginas de un libro delicioso: ‘Palabras Moribundas’. A las letras que se agolpaban ante mí, se sumaron una cantidad de recuerdos de lo que parecían otras vidas, habitadas por palabras que hoy van camino a la extinción.
Editado por Santillana y de autoría de los españoles Pilar Mouton y Alex Grijelmo, ‘Palabras moribundas’ propone un ejercicio interesante, pero más que nada gozoso: rescatar aquellas palabras que alguna vez fueron parte de nuestro léxico y que de alguna manera nos hicieron quienes somos y nos configuraron una manera de mirar/entender el mundo.
Entre las ciento y pico de palabras recogidas por Mouton y Grijelmo, constan ejemplares tan raros como aljofifa (pedazo de paño), cuchipanda (comida que toman juntas y regocijadamente varias personas), trapisonda (bulla o riña con voces y acciones) y tantas otras que aunque están agonizantes o muertas para mí ni siquiera habían existido.
Inevitablemente, mientras leía se asomaban, para interrumpirme, palabras que sí pasaron por mi vida y de las que hace rato ya no sé nada, porque cayeron en desuso o porque los objetos que representaban ya no existen.
Por ejemplo, enagua (esa prenda satinada y bonita ya desaparecida de los cajones de ropa interior); carril o mandil (las escribo y me veo diminuta entrando al aula y esperando a la señorita Yolanda, de primer grado); copete (ese enmarañado impresentable que nos construíamos sobre la frente para estar más bonitas) y destrampe (de la misma época del copete, pero mucho más agradable); o botica (sitio misterioso donde los haya).
También viajé en el tiempo recordando la oscura tienda de mi niñez, cuyo mayor tesoro eran las ‘bebas’ con formas de uva, manzana, pera… (el equivalente a un ‘bon ice’, pero líquido y al clima). Y casi escuché a mi abuelita Rosita gritando con su acento guayaquileño: “¡Cuenta te caes!”, para decirme que ‘tenga cuidado’ al asomarme a la azotea.
Se colaron en el acto: elé (¡mira!) y pite (poquito), que escuchaba de mis compañeros de escuela, pero que no eran bienvenidas en mi casa, porque eran “palabras inventadas” y “muy serranas”. Qué será del comibebe de la casa de mi tía Lali, ahora transformado en ensalada de frutas, y sin jugo… De yapa, se me apareció mi mamá, en sus 30, feliz deshaciéndose de todos los ‘cachivaches’ acumulados en la casa.
Queriendo ganarle al sueño, esa noche me dormí haciendo una lista de otros artefactos y palabras desaparecidos como el casete y su respectiva casetera, las aldabas y los disquetes; y en esas estaba, cuando quien duerme a mi lado me sopló: los reverberos y los caballeros, ¿cierto, no?