Si usted alguna vez les ha comentado a sus amigos en las redes sociales que la cena en cierto restaurante fue estupenda o les ha recomendado que compren una canción y no renuncia a utilizar Google plus antes del 11 de noviembre, no debería extrañarle que la próxima vez que entre en línea vea su foto y sus comentarios patrocinando al restaurante que usted inocentemente recomendó. Facebook hace algo semejante desde hace tiempo.
Tanto Google como Facebook saben que los anunciantes quieren saber más sobre los gustos y preferencias de los usuarios de redes sociales y no les disgusta la idea de ganar dinero. El problema, sin embargo, es que esto es un abuso de confianza porque, cuando una persona expresa sus preferencias o comparte información personal, no lo hace para que alguien gane dinero.
No hace mucho tiempo los estadounidenses le asignaban un valor especial a la llamada “privacidad”. Hace 30 años, el escritor español Alfonso Sastre vino a California y mientras recorríamos los arbolados senderos del complejo habitacional donde se hospedaba me contó que le habían dicho que el diseño del conjunto obedecía al deseo de preservar la “privacidad” de las personas en sus apartamentos. “¿Qué es esto de la privacidad? -me preguntaba-. La palabra privacidad -me insistía- no existe en el idioma español.” Unos años después de la visita de Sastre a California sentí que el Zeitgeist estadounidense había cambiado, y lo había hecho en forma radical desde el primer programa de televisión de Oprah Winfrey, quien convirtió la televisión en un confesionario, en el que los invitados desnudaban su alma ante el aplauso de una audiencia.
Más tarde, como suele suceder en el acontecer histórico, la exposición de la dolorosa experiencia personal que Winfrey patentó se convirtió en farsa por la vulgaridad de un conductor, llamado Jerry Springer, quien logró que los invitados a su programa no solo desnudaran su alma sino que expusieran públicamente sus peores perversiones. Un modelo de programa que pronto sería imitado por una deleznable conductora peruana, que parecía escapada de una novela de Dostoievski y quien en su espacio televisivo revelaba las miserias de un puñado de personas desesperadas. No sin cierta reticencia, porque a nadie le gusta ser espiado y, menos, ser utilizado por compañías que podrían beneficiarse económicamente con nuestras indiscreciones, debemos admitir que es la propensión al voyerismo exhibicionista que todos llevamos dentro la que provoca la ambición de Google y Facebook. Nosotros mismos hemos cedido nuestra información personal posibilitando que quien hace viable nuestra conversación con nuestros amigos la utilice para amortizar su inversión y ganar una millonada. No puedo dejar de cuestionar el dudoso valor de una recomendación de un restaurante hecha por un ilustre desconocido. ¿A quién, sino a su grupo de amigos, le puede importar lo que Juan Pueblo diga? Sin embargo, si a usted no le parece correcto, su primera opción es salirse. Use Google sin identificarse, y saque sus fotos y datos de Facebook. El Gran Hermano de George Orwell ya llegó para quedarse.
El Tiempo, Colombia. GDA