Nada ofende más que la soberbia de los poderosos. Ejemplos sobran pues este pecado capital es tan viejo como el diablo. De hecho, la mitología católica atribuye a la arrogancia el origen de Lucifer. Creyentes o no, todos hemos oído la fábula del ángel bello que quiso igualarse a Dios y terminó con cuernos y con rabo, habitando en el Infierno. Yo la escuché por primera vez de boca de la madre Rosa María, profesora del colegio de monjas de Manta donde estudié hasta el tercer grado.
Pero más que a la chamusquina eterna, abstracta y remota, los chicos respetábamos y temíamos al mar que estaba enfrente, a los poderosos aguajes que estallaban a los pies de la casa de la Aduana, a los aluviones generados por el fenómeno de El Niño y a los remolinos de El Murciélago. Criados en las playas de un puerto de pescadores y marinos de alto bordo, nos fascinaban las historias del mar y sus peligros.
Recuerdo una mañana de junio de 1956 cuando un compañero llegó a contar que había oído en la radio que se había hundido un barco gigantesco porque su capitán había desafiado a Dios “igualito que el capitán del Titanic, ese que dijo que a su barco no le hundía ni Dios y Diosito le mandó un trozo inmenso de hielo”. En cambio este barco, que también ostentaba lujos satánicos, había chocado con un carguero sueco, o algo así, y se había ido a pique al fondo del océano. El diario del día siguiente traía datos mas precisos: el buque italiano se llamaba Andrea Doria (nombre que se convertiría en leyenda) y la causa del choque había sido una espesa niebla, pero nosotros sabíamos quién era el responsable.
Luego empezamos a ir los domingos a la calurosa matiné del Capitol, donde pasaban de vez en cuando películas gringas sobre la Segunda Guerra Mundial. De ese modo se consolidó en nuestras mentes infantiles la odiosa imagen de los nazis, arrogantes y malvados, que pretendían instaurar un reino de mil años y fueron derrotados al poco tiempo. ‘Dioses con los pies de barro’, copié yo en un cuaderno junto a otra frase: ‘Los dioses vencidos’, que era el título de una película donde Marlon Brando encarnaba a un teniente alemán que, para variar, tenía cargos de conciencia y terminaba de bruces contra el lodo.
Desde entonces nadie me quita que Alemania perdió la guerra por la misma razón que Argentina hizo un pésimo papel en el Mundial de fútbol del 58: por soberbios y atorrantes. Los argentinos, que se creían europeos, habían barrido en el Sudamericano realizado en Lima el año anterior y se habían declarado los mejores del mundo. El torneo de Suecia era visto como un mero trámite para su coronación. Ni siquiera se prepararon, de modo que fueron los brasileños quienes alzaron la copa Jules Rimet y empezó el reinado de un jovencito negro llamado Pelé.
Ni los años, ni la vida, ni los muchos libros y viajes han logrado borrar lo que aprendí de niño: que tarde o temprano los soberbios reciben su castigo.