A fines de los 80 y buena parte de los 90, las ahora castigadas ONG se dedicaron a pensar y tratar de implantar una nueva matriz productiva. La llamábamos de otra manera: desarrollo productivo. Para ello había una serie de mecanismos que las instituciones de desarrollo internacionales nos exigían cumplir antes y después de aprobar los créditos no reembolsables. Más de una vez renegamos por la falta de conocimiento que estas tenían del medio, de las comunidades con las que trabajábamos. Producir más y mejor era el lema, el resto al bolsillo.
No se tomó nota de algo muy sencillo. La generación de bienes tangibles y su comercialización van de la mano con la cultura de un pueblo, sus hábitos, sus creencias. Es decir, un capital simbólico acumulado que te permite o te alienta a hacer las cosas de un modo particular. Este pequeño gran detalle distingue unas comunidades de otras. Lamentablemente esta mirada no ha cambiado, sino que se ha visto reforzada por el actual Gobierno. La transformación de la matriz productiva con una visión tecnocrática y de desarrollo desde los procesos de acumulación de capital económico, ha sido vinculada con el conocimiento de la tecnología de punta. Parecería ser que la nanotecnología o la informática nos llevarán de la mano al “buen vivir”. ¿Y qué de las destrezas y los saberes ancestrales de los cuales habla la misma Constitución reformada por el mismo Gobierno?
La propuesta actual no mira el entorno, impone procesos de unificación. ¿Y qué de aquellas comunidades de Imbabura, Azuay o Cañar maestros en la producción de textiles, cerámica, herrería o joyería? ¿Qué de los saberes gastronómicos o de pesca de manabitas o esmeraldeños? Salvo la textilería otavaleña, muchas otras formas de vida y producción agonizan. Es fundamental insistir en el agenciamiento de una política pública que ligue Estado-Academia-Taller a través de procesos de recuperación e innovación de las artesanías, tanto tradicionales como nuevas y que también generan tradición. En estas reflexiones me acompaña el diseñador y arquitecto Diego Jaramillo. Recordamos la exitosa experiencia de la Bauhaus en Alemania hace ya 100 años; buenos ejemplos en América del Sur como Artesanías de Colombia, Manos del Uruguay.
¿Conoce el público lector que los posgrados ofertados en Ecuador en Artes y Humanidades corresponden únicamente al 2.6%? ¿Que las cuantiosas becas de estudio están en casi su totalidad dedicadas a las ciencias duras o “productivas” en los términos arriba mencionados? ¿Cómo diablos generaremos procesos de gestión y creatividad que incidan sobre estos vulnerables sectores? Tirando más fuerte, ¿cómo diablos puede vivir una sociedad sin la construcción y reconstrucción de referentes históricos, antropológicos, artísticos, o filosóficos?
Alexandra Kennedy / akennedy@elcomercio.org