Iba a escribir este artículo acerca de la importancia del acuerdo logrado en La Habana entre el Gobierno y las FARC para desminar el país. Aunque para muchos es una decisión trascendental en el proceso de ponerle punto final al conflicto armado, para los sectores uribistas este pacto tampoco es importante. Para ellos, ningún punto de la negociación es suficiente, nada les basta, siempre tienen un pero, una objeción, una interpretación sesgada, un motivo para el pesimismo o la desconfianza. A los defensores de la “paz sin impunidad” solo les sirve que el país siga en esa espiral de violencia y retaliaciones que en más de medio siglo no han conducido sino a los cementerios, a los hospitales y al desplazamiento forzado de millones de colombianos.
Mientras pensaba en el anterior tema, surgió otro también relacionado con la paz: los 25 años de la desmovilización del M-19, ocurrida en marzo de 1990, cuando Carlos Pizarro y sus compañeros decidieron dejar sus armas para reintegrarse a la vida democrática. La firma de los acuerdos entre el gobierno de Virgilio Barco y los insurgentes, comandados por el hijo de un almirante de la Armada Nacional, tenía una dimensión histórica que hoy el país y el mundo reconocen; sobre todo si se tiene en cuenta que, pocas semanas después de que el M-19 abandonara la lucha armada, su líder máximo fue asesinado dentro de un avión que acababa de despegar de Bogotá. Ese golpe no amilanó a los excombatientes, que decidieron seguir adelante y hoy afirman, convencidos, que la historia les dio la razón y que la dejación de armas fue la mejor decisión.
Curiosamente, no todos los antiguos integrantes del M-19 siguieron en las toldas de la izquierda. De hecho, Everth Bustamante, uno de los más connotados integrantes de esa guerrilla, se convirtió en alfil incondicional de Álvaro Uribe, con quien comparte curul en el Senado de la República.
Y, hablando de uribistas, pensé en otra de las noticias del momento: el terremoto institucional que ha sacudido a las altas cortes y que ahora tiene como epicentro al polémico magistrado de la Corte Constitucional Jorge Pretelt, personaje cercano ideológica y geográficamente al expresidente de marras.
Aunque ha corrido mucha tinta acerca de un soborno de 500 millones de pesos que supuestamente Pretelt cobró, pero que no recibió, para favorecer una tutela, creo que la prensa –tal vez afectada por el síndrome de la chiva del que hablaba García Márquez– no ha hecho un cubrimiento adecuado de este escándalo.
Hace una semana, hablando con estudiantes de la Universidad Autónoma de Occidente, en Cali, les decía que esta historia estaba incompleta, pues los medios se casaron con la acusación del doctor Mauricio González contra su colega y compañero Pretelt, sin conocer de primera mano las declaraciones del abogado Víctor Pacheco, quien habría sido la víctima del soborno y cuyo testimonio puede darle un giro inesperado a esta historia.
Por último, creí que otra opción era escribir sobre la torpeza política de Enrique Peñalosa, quien ahora emerge cual bolardo en medio de la carrera al Palacio Liévano; pero de esa campaña tocará hablar en una próxima columna.
Vladdo
El Tiempo, Colombia, GDA