Lo que llamamos “democracia” se sustenta en algunas ideas esenciales, como el protagonismo del pueblo y la titularidad del poder que radicaría en la gente, esto es, la soberanía popular y la representación política. Esas tesis sin embargo, han sufrido serias deformaciones, como el electoralismo, el pragmatismo de los sondeos y, por supuesto, el populismo y la propaganda.
I.- La invención del pueblo.Tomo prestado el título y un par de ideas del libro de Edmund S. Morgan (Edit. Siglo XXI, 2006), que contiene un interesante análisis sobre el nacimiento del concepto de soberanía popular en Inglaterra y Estados Unidos, advirtiendo que la historia política latinoamericana tiene sustanciales diferencias con la de esos países, y que, a los elementos que el autor sugiere, hay que agregar otros, como el populismo, el estado prebendario y de la tradición caciquista latinoamericana.
¿Cuándo se “inventó” el pueblo en nuestras latitudes? Más aún, vuelvo a la pregunta, ¿existe el pueblo? Los latinoamericanos adoptamos, sin reserva alguna, las ideas de los pensadores ingleses, franceses y norteamericanos. Hicimos nuestra revolución y alcanzamos la independencia bajo la hipótesis de que en las nacientes repúblicas había una población consciente, activa y crítica; es decir, que había “ciudadanía” y no solamente masa. Bolívar pronto se dio cuenta de que la hipótesis era falsa, que no había pueblo como entidad autónoma, y que en tales condiciones no era posible la subsistencia de la democracia. Su desencanto explica las duras críticas que hizo al final de su vida a la conducta de los sudamericanos y su final inclinación por la monarquía, como solución al desorden institucional.
II.- La servidumbre y el consentimiento.El Estado es un sofisticado sistema de dominación, que necesita de la sumisión de los gobernados, de su renuncia a una parte, o a todas sus libertades, y de la “autorización” para mandar. Las dictaduras emplean el miedo como arma para obtener obediencia. Los demás regímenes usan la “sabia” mezcla de explotación de la escasa convicción de la gente y del interés de muchos en lograr pequeñas dádivas a través de la acción de los gobiernos. El populismo remacha la dominación con la magia del carisma, que es una aproximación a lo mágico, una suerte de propuesta de salvación por la vía de las virtualidades del caudillo. El hecho es que todos los sistemas obtienen el “consentimiento” de los gobernados, ya sea por temor, interés o convicción. Sin consentimiento, no hay dominación que dure.
El consentimiento para que las minorías gobiernen se basa en la construcción de ficciones que hacen que la gente “crea” y legitime a la autoridad. De esas ficciones, las más comunes son la de la soberanía popular y la de la representación. Las ficciones suponen que los mandatarios y asambleístas piensan y obran siempre por el pueblo, que expresan su voluntad y que lo representan efectivamente. La ficción es la del “soberano”. Pero la verdad es que tal soberano, en realidad, no existe como sujeto político concreto, existe como carta de justificación del poder.
Los problemas de la democracia de masas tienen que ver con el hecho de que la ficción no puede ya encubrir el hecho de que los sistemas eleccionarios se reducen a eventos coyunturales y episódicos de mercadeo político hábilmente manejado; que los sistemas de representación están condicionados por la propaganda que tuerce la comprensión de la verdad; que asambleas y congresos no expresan la voluntad general, sino el interés y las visiones de una minoría.
III.- ¿Pueblo o público?Una clave del fenómeno político moderno está en el hecho de que el “pueblo” ya no es, como los antiguos liberales suponían, el sujeto activo y el responsable de la política, el soberano, el actor de quien dependía la legitimidad del mando. El pueblo ya no es el protagonista cuyas definiciones marcaban el porvenir. El pueblo es simple “público”, auditorio expectante, ente pasivo sobre el que obra la propaganda, “clientela”, consumidor de discursos.
Probablemente, la transformación del pueblo en público sea uno de los fenómenos políticos claves para entender los procesos de crisis y la deslegitimación de partidos y movimientos, y por cierto, el crecimiento de “jefaturas alternativas”, que prosperan en todo el mundo. Latinoamérica es la mejor vitrina de exhibición del nuevo escenario, y comienzan a serlo España y Grecia.
Hay considerable distancia entre la democracia como sistema político ideal, en que el actor era el pueblo, y el electoralismo que vivimos. Esta transformación del “pueblo” en “público” explica por qué los factores determinantes en la conquista del poder ya no son los programas de gobierno ni las doctrinas. Lo fundamental, ahora, son las tácticas del marketing político, la capacidad de seducción, la propaganda y, por cierto, los aportes de campaña. Las lógicas del mercado han destronado a las lógicas de la política. Las sonrisas triunfan contra las ideas.
El marketing apuesta al convencimiento a través de la imagen. Son las sensaciones primarias del electorado la materia prima que se maneja, y no las ideas. Por eso, el poder en estos tiempos es tema muy próximo al espectáculo. El votante mediatizado no es constructor de nada, está sometido a la servidumbre de la necesidad creada artificialmente. O al puro entusiasmo irreflexivo.
La irresponsabilidad del elector es característica de la democracia moderna, precisamente porque el “pueblo” transformado en “público consumidor” no se hace cargo de sus actos ni se compromete con su país. La actitud del elector es la misma que la del espectador. Como en el estadio, ese “pueblo-público” no va más allá de las emociones; se divierte, participa del evento, o cambia de canal si le fastidia el estruendo de la tarima.
La democracia se ha desvirtuado por las tácticas mercantiles en la promoción de candidatos e ilusiones.
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