Haber sido parte de la generación que descubrió retratados en las páginas literarias los abusos de los lacayos de Odría en Perú, las insensateces de un patriarca en decadencia ejecutadas a través de un séquito de cortesanos, los crímenes de un dictador caribeño que hasta se atrevió a bautizar con su apellido a la propia capital de su país y tantas otras narraciones de los abusos que se cometieron en nuestra Región por parte de sátrapas que realizaron todo lo que estuvo a su alcance para mantenerse en el poder, condujo a un buen número de lectores de la época a abrazar la causa de la libertad y convencerse de la validez de la vigencia efectiva de los principios democráticos, última garantía para evitar que se reediten atropellos y excesos en suelo latinoamericano. De otro lado, paradójicamente, esas lecturas llevaron a muchos a distanciarse de los países que lograron estructurar democracias sólidas y, con un hálito de supuesta superioridad ética y moral, se declararon ampulosamente de izquierda y asociaron de manera indisoluble esos procedimientos execrables, descritos con maestría por plumas que han merecido el reconocimiento mundial, con lo más nefasto del capitalismo global. En su candidez no avizoraban que los totalitarismos, del cuño que sean, acuden a cualquier herramienta con tal de cumplir la primera regla: conservarse y reproducirse en el poder.
En nuestro país, ventajosamente, esos exabruptos habían sido una excepción a lo largo de su historia. Y siempre fueron rechazados y condenados por la ciudadanía. El caso de un célebre periodista obligado por los pesquisas a hundirse en inmundicias, mereció el repudio nacional. El asesinato de un candidato presidencial ordenado desde un sillón oficial, deslegitimó tanto a una dictadura que ayudó a precipitar el retorno a la democracia. La golpiza de un parlamentario en las escalinatas cercanas al Congreso Nacional estigmatizó más a un régimen que no pudo desprenderse de la acusación de intolerante.
Pero nada hacía suponer que la nación se encontraba al acecho de un grupo que ahora se revela actuó de forma reñida con todo principio. No sólo agredió, injurió, hostigó, persiguió a sus adversarios abusando de ciertas herramientas que le brindaba el poder, sino que hoy conocemos que transgredió la ley tanto para vaciar las arcas fiscales como para impulsar acciones delictivas para amedrentar a sus oponentes.
Son la muestra de lo peor de la historia nacional. No existe registro de tanta inmundicia y amoralidad. Bautizar con el nombre de una infracción penal a una cuenta de la contabilidad de un organismo de inteligencia, más allá de lo anecdótico por su simpleza, informa sobre el sentimiento de impunidad del que creían gozar. Estas conductas no pueden quedar sin castigo y, sean quienes sean los responsables, deberán ser sancionados. Una lección para que nunca olvidemos que lo más preciado que tenemos y debemos cuidar celosamente es la democracia y la ética en su ejercicio.