Todos los días, durante la actual campaña, este diario ha publicado un resumen de la situación vigente en algunos aspectos de la vida nacional, seguido de las propuestas al respecto de los candidatos que el próximo domingo se someterán a la decisión popular. En su edición de ayer, el aspecto elegido ha sido la cultura, a cuyos complejos problemas ninguno de los aspirantes, ni antes ni después de la primera vuelta, parecían haber dado ninguna atención.
Para mí, la escueta información de ayer ha sido el único indicio de lo que nos espera con cada uno de los contendores. Si triunfa el que representa al partido que actualmente se encuentra en el poder, se respetará la diversidad cultural, habrá seguridad social para los artistas y gestores culturales, así como “el reconocimiento académico de sus trayectorias”; se fortalecerán las redes nacionales de museos y se reactivará la política de conservación patrimonial. Por último, se “saldarán las deudas con el Plan de Fomento del Libro y la Lectura”.
Si la victoria es para el candidato de la oposición, “habrá un marco legal con menos restricciones y más libertad”, lo cual significará, entre otras cosas, que “la Casa de la Cultura gozará de plena autonomía”; se atraerá la inversión extranjera a través de zonas francas para el desarrollo de la industria cultural, y se establecerá un plan de incentivos tributarios para canalizar donaciones e impulsar el mecenazgo. Para el candidato opositor, la cultura será “un dinamizador de la economía y el empleo”.
Estos dos panoramas contrapuestos me dicen que, en cualquier caso, los políticos no acaban de entender lo que significa la cultura. Si en un costado subsiste la idea de una gestión estatal en la cultura, del otro prevalece una visión economicista. Si lo primero implica el riesgo de orientar la producción cultural en una sola dirección (aquello del respeto a la diversidad solo es retórica), lo otro es el resultado de una visión reduccionista del complejo mundo humano. Si de una parte se mencionan acciones que serán sin duda positivas, de otra se alude a la condición esencial de la cultura, que es la libertad y se abre el horizonte para una gestión cultural independiente del estado.
“Lo mejor es enemigo de lo bueno” –decían nuestros padres. Si no es posible esperar que en pocos días los candidatos profundicen sus propuestas relativas a la política cultural que se proponen seguir, es necesario entender que, entre dos visiones defectuosas y fragmentarias, lo importante será escoger aquella que implique menos riesgos. El peso de las propuestas no se encuentra propiamente en el sesgo economicista de la política estatal que nos ofrece un candidato, ni en las acciones sin duda positivas que enumera su oponente. El peso se encuentra en la concepción central: o gestión estatal de la cultura, o gestión social liberada de los grilletes del estado; o clientes sumisos que acepten las condiciones del Ogro Filantrópico, o creación libre y crítica. Los votantes tienen la palabra.