No suelo comentar los libros que aparecen porque nunca me sentí a gusto en un oficio que no es mío. Temeroso de apartarme de mi propio trabajo, a veces me limito a mirarlos desde lejos; otras veces los hojeo y me digo que después los leeré, sabiendo que ese después no llegará porque nunca me tomo el cuidado de decirme después de qué. Hay libros, sin embargo, que no dejo de leer porque me atraen de un modo irresistible y me mueven a escribir, no siempre un comentario, pero algún texto, incluso tan breve como un par de oraciones que jamás habría escrito si no hubiera hecho esa lectura.
Me ha ocurrido esto ahora con “Ciudad sin ángel”, pese a que ya la leí cuando Siglo XXI de México lanzó su primera edición (1995). Con algo más de veinte años de distancia, la edición que acaba de poner en circulación Ediciones Archipiélago (primera que se hace en forma independiente en el Ecuador, puesto que la Casa de la Cultura la incluyó en las Obras (in)completas de Adoum, 2005) me ha ofrecido esa rarísima oportunidad que suelen dar los libros: la de sentir que se los lee por primera vez, aunque ya se los haya leído.
Me pregunto entonces a qué se debe esta impresión. ¿A la amistad que tuve con Jorge Enrique desde que él era funcionario del Ministerio de Educación, pero sobre todo desde los tiempos de París, cuando hablábamos sin parar del “paisito”, como él decía? No; la amistad, incluso cuando es muy estrecha, me ha llevado a ver con simpatía algunos libros, pero no me ha brindado esa hermosa posibilidad de encontrar en cada lectura un nuevo descubrimiento. ¿Será entonces la perspectiva del mundo y del ser humano que he alcanzado gracias a mis años más que a mis lecturas? Tal vez, pero no estoy seguro.
Pienso que la posibilidad de leer nuevamente un texto ya leído y encontrar que se lo lee por primera vez, solo puede obedecer a la capacidad del propio texto para suscitar cada vez nuevas reacciones. Me doy cuenta que no importa si AnaCarla está viva o si después de muerta es su fantasma lo que perturba a Bruno. Lo que importa es que, como en el cuadro de Magritte que motiva las reflexiones estéticas de Bruno, hay sensaciones que ejercen un dominio radical sobre la pretendida racionalidad victoriosa en la cultura de Occidente. O sea que el viejo Sartre no andaba equivocado en 1939, cuando escribió su “Esbozo de una teoría de las emociones”.
Es esa subjetividad de Bruno-ciudad-mujer-arte la que cuenta, y es una subjetividad tan abismal que no acabamos nunca de descubrir en ella nuevos contenidos que nos lleven de regreso a nosotros mismos, a la pregunta que nunca llegamos a responder completamente: la pregunta por nuestra libertad, por lo que con ella hemos hecho. Bruno, AnaCarla y Karen, la ambigüedad de esa ciudad que puede ser Quito o París, o las dos en el mismo cuadro, son nuevamente la interrogación moral frente a los otros, frente al mundo.