Una de las finalidades del Estado de Derecho fue ponerle límites al poder político, obligarle a sustentar únicamente en la ley sus decisiones, hacer que la autoridad obre siempre bajo preceptos objetivos, estables y no sometidos a interpretaciones ideológicas o coyunturales, crear un entorno en el que las decisiones del poder sean previsibles, generar un mínimo de seguridad y de confianza en las instituciones, y convertir a los procesos en debates sometidos a reglas claras. Todo eso podía lograrse -o, al menos, se habría morigerado la tentación autoritaria que acompaña al ejercicio del poder-, restringiendo la discrecionalidad de la burocracia, y convirtiendo a funcionarios y jueces en ejecutores de la ley. Y no en intérpretes ideológicos de sus textos.
Sustituido el Estado de Derecho por el equívoco concepto del “Estado de derechos y justicia,” a su sombra ha prosperado la discrecionalidad, y la legalidad va quedando en entredicho.
1.- El bumerán del neoconstitucionalismo. La doctrina que, según los autores de la Constitución, inspiró al nuevo ordenamiento jurídico, tiene entre sus argumentos sustanciales el de que sobre la ley escrita o positiva -producto burgués de origen liberal, al decir de algunos- deben prevalecer los “principios” y los valores; sobre las formas estarían las “ideas inspiradoras”; sobre los artículos de un código, estarían los fines de un régimen, los ideales de justicia, igualdad, equidad, etc. El presupuesto, o la carta de presentación de tal teoría, era la de que semejante método favorecería a los derechos individuales, potenciaría a los débiles y todos llegaríamos pronto a la plenitud del buen vivir.
Pero, como se advirtió desde esta misma columna, el neoconstitucionalismo tropical que inauguramos acá, y el descrédito de la ley que le acompaña, al poco tiempo se convirtió en un peligroso bumerán en contra de los derechos fundamentales. La discrecionalidad que se instauró a título de neoconstitucionalismo, las amplias potestades y la libertad de interpretación de las normas nacidas de argumentos difusos, teorías exóticas y jurisprudencias enrevesadas, en lugar de fortalecer a los derechos como patrimonio de los individuos, inspira decisiones en línea, casi siempre, con el interés del sector público, en línea con una ideología y en armonía con el interés del Estado. ¿Esas interpretaciones favorecen a los derechos individuales o a las políticas públicas? Está pendiente un balance necesario.
Enorme error constituyó aquella idea de permitir que jueces y funcionarios dependientes del Estado interpreten principios, valores o supuestos más allá de la letra de la ley; que sobre el texto de las reglas prevalezcan teorías, hipótesis, doctrinas o especulaciones sociológicas. Así, el garantismo ha resultado un fiasco.
2.- Estado de derechos y
justicia. El problema se origina en haber eliminado de la Constitución, como característica esencial de la organización política, la noción de “Estado de Derecho”, esto es, aquel concepto que determina la primacía o imperio de la ley sobre el poder, la limitación de las facultades públicas, la sacralidad de la norma jurídica, el principio absoluto de la legalidad escrita, la motivación inspirada en el proceso y en la norma.
El problema está en haber sustituido, en el art. 1 de la Constitución, al Estado de Derecho, con el “Estado de derechos y justicia”. El tema no es solo semántico. Implica, al menos, lo siguiente: (i) que los derechos de libertad, esto es, el patrimonio moral de las personas, se convierta en característica que define al poder y no al individuo que los porta; (ii) que los derechos queden vinculados irremediablemente al Estado; (iii) que los derechos pasaron, por arte de la Constituyente, del ámbito privado al público; (iv) que su ejercicio queda subordinado al interés público; (v) que las garantías del debido proceso deben interpretarse en el contexto de la subordinación de los derechos individuales.
Sin que la población lo advierta, en el referéndum que aprobó la Constitución, el Ecuador inauguró un ordenamiento jurídico cuya línea argumental es la subordinación de los derechos al poder y que pone en cuestión, y revoca, aquello de que los derechos son patrimonio irrenunciable e indisponible con el que cada persona nace. Ahora ese patrimonio moral sin el cual no hay persona, opera únicamente en tanto el sujeto está inserto en el Estado. Y esto sí es revolucionario.
3.- La delegación legislativa.Otro aspecto de la creciente discrecionalidad nace de la disposición constitucional por la cual la legislatura puede permitir la delegación en la emisión de normas generalmente obligatorias a los organismos de regulación y control (art. 132, Nº 6). Esto ya constó en la Constitución codificada en 1998. Esas normas revelan la tendencia general a propiciar la evolución del Estado de Derecho hacia lo que los alemanes llamaron el “Estado Administrativo”, es decir, aquel en el cual sobre las leyes prevalecen los actos de administración y de poder, o “el sentimiento sano del pueblo”, como anunciaba la ley alemana de 28 de junio de 1935. En esas transiciones, se potencian las potestades públicas en detrimento de los derechos individuales, como pusieron en evidencia las experiencias europeas del siglo pasado.
En el Ecuador, la tendencia se ha acentuado al punto que algunas leyes importantes, como las reformas al Código del Trabajo, enuncian una institución o concepto, pero su regulación concreta, por vía de reglamento, queda en manos del Ministro del Trabajo. Los recientes acuerdos ministeriales prueban que la legislación en sentido material está en manos del Ministro.
La discrecionalidad no concuerda con la seguridad jurídica que anuncia la Constitución en el art. 82. Tampoco concuerda con la confianza en las instituciones.
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