La beatificación de Pablo VI casi pasó desapercibida, al menos para el gran público. Pero siento que en el corazón de los que vivimos aquella época de gozos, zozobras y esperanzas, el reconocimiento eclesial de Pablo VI nos ha llegado muy hondo.
Nos ha obligado a mirar hacia atrás y a recuperar parte de nuestra historia. La personalidad recoleta y aguda del Papa Montini ayudó entonces a la Iglesia a ubicarse en medio de un mundo en el que el drama se imponía con enorme fuerza: concluir el Concilio y pilotar la nave de Pedro en medio de sensibilidades, opciones e intereses tan contradictorios suponía grandes dosis de inteligencia y de santidad. A la luz de aquella apertura radical al Espíritu y a los signos de los tiempos, se comprenden mejor muchas de las esperanzas y desafíos del actual Sínodo, más allá de la simplificación a la que quieren reducirlo los medios.
Montini fue un Papa sobrio, lúcido, culto y sufriente, capaz de soñar tiempos mejores, más agradecidos y llevaderos, pero fiel a su ministerio petrino, aunque los vientos soplaran en contra. Su frágil figura encerraba una mente brillante, una inmensa capacidad de trabajo y una fe profundísima en que Jesús nunca abandonaría a su Iglesia. En una Europa cada vez más agnóstica y distante de los valores evangélicos, supo dialogar con el mundo de la cultura y abrirse a los nuevos retos de comprensión de un mundo cada día más autosuficiente. Su abrazo con Atenágoras (tuve la gran suerte de contemplarlo en la basílica vaticana, siendo yo joven estudiante) difundió la idea y la certeza de que, en el fondo, la unidad de los cristianos era no sólo deseable, sino posible, una esperanza visible en el abrazo de dos hombres sensibles a la profecía y al valor del encuentro.
Quedamos enmudecidos cuando le vimos de rodillas pidiendo a los secuestradores, los ojos arrasados por las lágrimas, que respetaran la vida de Aldo Moro, su amigo del alma. Cuando días después el cadáver de Moro apareció en el maletero de un carro abandonado, su dolor le envejeció de repente, como si las Brigadas Rojas hubieran matado de un solo tiro al hombre, el país y la esperanza.
No fueron tiempos fáciles, suponiendo que algún tiempo lo sea. Los temas de la paz, el desarrollo, la democracia, la amenaza atómica, el trágico diálogo norte – sur,… y, eclesialmente hablando, las infinitas fuerzas centrífugas que amenazaban con romper la unidad de la Iglesia, hicieron del frágil hombre vestido de blanco una referencia ética y resistente de primer orden. Al final, quedaba claro que, cuando se tiene fe y se está dispuesto a sufrir por lo que se ama, la luz permanece encendida, capaz de orientar el caminar del hombre, aunque sólo sea como las luciérnagas en medio de la noche.
Con su discreta bondad, el Beato Papa seguirá sosteniendo la esperanza de cuantos aspiran a construir un mundo mejor.
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