Luego de que su partido perdiera el control del Congreso de los Estados Unidos en las últimas elecciones, el presidente Barack Obama ha comenzado a actuar con notable energía, dentro de los límites de su poder. Primero, en el mismo mes de noviembre, tomó la valiente decisión de implementar reformas al tratamiento de los inmigrantes ilegales, que abre perspectivas de un mayor nivel de justicia y de razonabilidad en ese tema. Luego, en diciembre, se develó, al cabo de año y medio de conversaciones secretas, la excelente decisión cubano-norteamericana de restablecer relaciones diplomáticas. Y hace unos días, en su discurso anual sobre el Estado de la Unión, bosquejó una ambiciosa agenda política orientada, en especial a través de múltiples apoyos a la clase media, a responder a la creciente desigualdad entre estratos económicos que amenaza con carcomer las bases de la sociedad y de su sistema sociopolítico.
Una manera razonable de entender decisiones tan valientes y trascendentes como las que Obama ha tomado en estos últimos meses es que este hombre inspirado e inspirador se siente liberado de la presión de ser a la vez presidente y candidato a la Presidencia. Porque como dijo en su último discurso, “ya no soy candidato a nada”. Y es muy posiblemente eso lo que lo ha liberado para actuar, ya no preocupado con los efectos de sus acciones y decisiones sobre las encuestas, sobre los grupos de interés y de poder y, en consecuencia, sobre sus posibilidades de ser reelegido, sino preocupado con hacer lo que piensa que es lo correcto.
Son varios los argumentos a favor de limitar la reelección de autoridades, pero ninguno tan persuasivo como este, al que las acciones recientes de Obama dan tanta credibilidad: que la posibilidad de ser reelegido coloca al Mandatario en una permanente encrucijada entre sus deberes como Mandatario y sus intereses como candidato, un problema de conflicto de intereses que, como todo otro conflicto de intereses, parecería mejor prevenir antes que luego intentar resolver.
Salvo que la toma de decisiones políticas fuese más razonable. Que cuando, por ejemplo, sea necesario eliminar un subsidio económicamente inviable, cuya aplicación resulta injusta, todas las fuerzas políticas y sociales confluyesen a favor de su eliminación, y no jugasen a sacarse mutua ventaja electorera alrededor del tema.
En el discurso en el cual Obama anunció las reformas migratorias, dijo: “Ante el tema de la inmigración, necesitamos algo más que la política de costumbre. Necesitamos un debate razonable, juicioso y compasivo que se enfoque en nuestras esperanzas y no en nuestros temores”.
Me parece que esto es cierto ante mucho más que solo ese tema. Causa tristeza ver que “la política de costumbre” puede ser, a la final, enemiga de la razón y de la democracia.