‘Un fantasma recorre Europa, el fantasma del comunismo”, fue la proclama incendiaria de Marx y Engels, llamando a la revolución, en el famoso Manifiesto del Partido Comunista en 1848. “Un fantasma recorre América Latina, el fantasma de los bonos” proclamarían al unísono presidentas y presidentes latinoamericanos, de derecha, centro o izquierda, anunciando el “combate a la pobreza”.
En el siglo XXI, el viejo Manifiesto, con sus desafiantes ideas de cambio estructural para lograr la justicia, ha sido arrojado al tacho. Hoy tenemos artificios de política pública para ‘solucionar’ la injusticia.
El bono, subsidio monetario directo entregado a los pobres a cambio de que envíen a sus hijos a la escuela o de chequeos de salud, es el artificio más popular y replicado en nuestra América. Hoy llega a 113 millones de latinoamericanos.
Fue aplicado por primera vez en 1997 en México, se lo denominó Progresa y luego Oportunidades. En Brasil fue Bolsa Escola y luego Bolsa Familia. En Chile se llama Chile Solidario; en el Perú, Juntos; en Bolivia, Juancito Pinto; y así, con pequeñas variantes llega a Argentina, Colombia, Costa Rica, El Salvador, Honduras, Jamaica, Nicaragua, Rep. Dominicana y Paraguay. En Ecuador apareció de la mano del odiado Jamil Mahuad como Bono de la Pobreza o Bono de Desarrollo Humano. Fue mantenido y engordado por todos los presidentes. Adulado por los que vendrán.
Los grandes padrinos de los bonos son los organismos internacionales, prestamistas y de cooperación. El Banco Mundial y el BID, principalmente. Las Naciones Unidas se suman al coro. “Los programas de transferencias condicionadas… constituyen uno de los principales instrumentos de combate a la pobreza implementados… en la región”, proclama la secretaria ejecutiva de la Cepal, Alicia Bárcena.
Y es que la mayoría de evaluaciones, muchas de ellas contratadas por los mismos padrinos, y elaboradas por entidades académicas o consultores de prestigio, alaban la eficacia del instrumento.
Sin embargo, poco a poco se levantan más voces críticas y calificadas que evidencian los efectos secundarios negativos de esta ya veterana ‘medicina’. El principal: crea adicción. La gente se acostumbra a recibir la plata y prefiere quedarse de pobre por recibir su bono; y otro no menos importante: reproduce relaciones clientelares y de mutua dependencia entre los que reciben y ‘dan’ el subsidio. Estos últimos, gobiernos y presidentes, son los más adictos. Saben que a través de ellos se vuelven más populares. Pueden ser elegidos o reelegidos por siempre.
Sin duda estamos frente a una droga política, una suerte de morfina. Necesaria para algunas enfermedades dolorosas, pero droga al fin. Atenúa, pero no cura. Más bien, crea dependencias peligrosas. Así, tomando a Marx, diríamos que estamos frente a un nuevo “opio de los pueblos”.