En un artículo de la prensa internacional se puede leer que las nuevas evaluaciones de los estadistas se rigen por los niveles de aceptación popular que pueden tener los mandatarios, mas no por las acciones que con responsabilidad deben tomar en la correcta administración de la cosa pública. La conducción de los pueblos, en consecuencia, siempre sería mejor evaluada si en todo momento se realizan actos de gestión que no contradigan las percepciones de bienestar de la comunidad. Pero aquello no siempre es posible, porque una administración responsable muchas veces se encuentra en el dilema de adoptar medidas que no sean políticamente adecuadas, pero se vuelven urgentes para garantizar que se mantengan en el tiempo las condiciones mínimas de estabilidad, que supone una mejor calidad de vida en el mediano y largo plazos. La tesis es altamente controvertida. Resultaría que un Mandatario que gobierna en un país de la zona, es un iluminado porque mantiene el precio del galón de gasolina en menos de 5 centavos, lo que da por resultado que un tanque se puede llenar con alrededor de un dólar, ¿es aquello responsable o es la patética expresión de un burdo populismo? Claramente, apoyado por los ciudadanos menos ilustrados, ese gobernante puede ganar elección tras elección, pero por ese simple elemento ¿cabe otorgarle la calidad de estadista? Parecería que nos encontramos ante una inversión de valores que lo trastoca todo. El fenómeno no es exclusivamente regional. Hemos visto el papelón internacional protagonizado por un magnate de los medios que advino en líder político de un importante Estado europeo, por más de una década. El resultado está allí. La institucionalización por los suelos, la economía en crisis, pero paradójicamente el político con una aceptación todavía elevada, que aun con las restricciones que le ha impuesto la justicia para ejercer dignidades públicas, tras bambalinas sigue influyendo decididamente en la política de su país.
¿Cómo puede pensarse que aquello sea posible en la actualidad? La cultura de masas banaliza casi todo. Los electores no son lo suficientemente críticos para analizar que lo popular, lo campechano, por agradable que parezca, no necesariamente es lo mejor en la administración pública y, a la larga, para su propio beneficio. Son rehenes de su propio engaño. Pero este círculo vicioso se repite una y otra vez, teniendo como saldo sociedades que en su empecinamiento declinan, como se puede mirar a lo largo de los procesos históricos.
Si los gobernantes quieren mantenerse en el poder tienen que manejar el arte de la complacencia, mas no conducir los asuntos de Estado con eficacia. Si el ungido desea tener amplios niveles de aceptación tiene que mimetizarse con los deseos de las mayorías, aun cuando éstos estén en contradicción con elementales principios de una sana administración. La democracia, sin duda, es número pero lo ideal es que el votante cuente con los elementos básicos de ilustración. Hacia allá es el camino.