Evidentemente la fama de Vladimir Nabokov (1899- 1977) es sobre todo literaria. Quizá a su pesar, la celebridad de este escritor ruso se fundamenta en el éxito mundial de su novela ‘Lolita’, transformada también en película. Gracias a la popularidad de ‘Lolita’, Nabokov, que era un aristócrata arruinado y en exilio permanente, pudo recuperar parcial y tardíamente algo del ritmo de vida al que se acostumbró de joven. De Nabokov, me parece, resulta siempre fascinante su fijación por los ángulos más perversos de la naturaleza humana, su inmutable vocación literaria hacia los amores ilícitos y quizá antiéticos, por su exploración de los vicios más infamantes, por el análisis de ciertos desenfrenos’ También resultan sugestivas la complejidad y las múltiples capas de su personalidad: su irremediable arrogancia intelectual, sus desplantes de superioridad, su metódica obsesión por coleccionar y estudiar mariposas –un tema literario en sí mismo- su relación algo esquizofrénica con dos lenguas distintas (con su ruso natal, primero; con su estilizado inglés adoptivo, años después).
Pero hoy me empeño en el Nabokov futbolista, con el niño que corría al patio del colegio, entusiasmado a más no poder e invadido por la adrenalina con una pelota bajo el brazo, para practicar lo que por entonces se consideraba un “deporte extranjero”. O con el hombre hecho y derecho, casado ya, que se rompió la cabeza al volar para atajar el balón, en 1931. Con el Nabokov de la universidad de Cambridge, respetado por su intelecto y considerado por sus colegas por ser ruso. Con el futuro escritor de fama mundial, ya por entonces un esteta, que consideraba al fútbol, con todos sus olores, colores y sensaciones, como una especie de prolongación natural del arte. Aquel Nabokov, parado bajo los tres palos, mirando algún lidiado partido desde su propia y preeminente perspectiva, posteriormente recuperada por la memoria: “Oh, desde luego, tuve mis días brillantes y vigorosos: el magnífico olor del césped, aquel famoso delantero del campeonato universitario que se me aproximaba cada vez más, sorteando defensas, empujando el leonado balón con la punta de su centelleante bota, y después el disparo envenenado, la afortunada parada’ Pero hubo otras jornadas, más memorables, más esotéricas, bajo tristes cielos, con las inmediaciones de la meta convertidas en una masa de barro negro, el balón tan resbaladizo como un budín de ciruela, y mi cabeza despistada por la neuralgia, tras una noche insomne de versificación.” O el Nabokov que por 1922 jugaba fútbol todos los días filosóficamente: “Yo no era tanto el guardián de una portería de fútbol como el guardián de un secreto”.